lunes, 29 de enero de 2018
Era
él un hombre sencillo y normal. Tenía la piel bronceada por el sol y el salitre
y los ojos azules como el mar que era su sustento. Las redes de pesca le habían
encallecido las manos desde pequeño y no había recoveco que escapase de su
conocimiento en la bahía que había sido su hogar desde que nació.
Se
había criado en corriendo en aquellas calles de casas pintadas de blanco y de
adoquines desgastados, saltando en la blanca arena, mientras su padre le
enseñaba el que sería su oficio.
Si,
aquel era su hogar. Conocía a todas y cada una de las personas que allí
habitaban por su nombre, se sabía de memoria cada esquina, cada cala, cada
roca.
Y,
aunque era feliz, su alma se agitaba inquieta. Ansiaba algo más. Sus ojos, que
habían visto tantos amaneceres en alta mar, ansiaban ver mundo, ver cosas
maravillosas e increíbles. Sus manos, bastas y trabajadoras, ansiaban tocar los
más bellos terciopelos, sostener objetos desconocidos para él.
Pero
sobre todo, su corazón se revolvía en su pecho de deseo. Deseaba notar el
latido desbocado, experimentar sensaciones indescriptibles y conocer el dulce
dolor de la locura por amor.
Ansiaba,
ansiaba algo a lo que no sabía poner nombre. Pero cómo lo deseaba.
Y
todo eso, una noche de luna llena, le fue dado.
Era
ya noche cerrada y el pueblo dormía, pero él no podía hacerlo. Desvelado,
decidió levantarse a dar un paseo por la orilla del mar. Y es que, a pesar de
pasarse los días embarcado, nunca se aburría de su inmenso compañero de
fatigas. Le hacía sentirse pequeño, insignificante… humano.
La
fría arena acariciaba sus pies descalzos y su mente daba vueltas sin sentido
cuando un destello apenas percibido por el rabillo de su ojo le llamó la
atención.
Dirigió
la vista en busca de aquello que había llamado su atención y se quedó sin
habla.
Una
joven bailaba. La joven más hermosa que había visto jamás.
De
largos cabellos claros, blancos y brillantes como cascadas de luz de luna. Su
piel era tersa y clara como porcelana, sin una sola marca. De cuerpo pequeño y
esbelto, contorneaba su silueta al son de una música inaudible, estirando sus
miembros con gracilidad y belleza, ataviada con un fino vestido que revoloteaba
en la brisa y danzaba con ella, como si fuera una extensión más de sí misma.
Pero
eso no era todo.
Lo
que le quitó la razón no era solo la hermosura de aquella mujer. Era el hecho
de que bailaba sobre las aguas.
Sus
diminutos pies saltaban y brincaban sobre las olas en mitad de la bahía. Daba
la impresión de que flotaba como una nube sobre las olas, sin rozarlas apenas.
Se ponía de puntillas y saltaba como si el agua fuese el más bello escenario
jamás concebido.
Aquella
visión le robó los sentidos. Encandilado y extrañado, no se dio cuenta de en
qué momento empezó a andar hacia ella, hasta que sus pies chapotearon en la
orilla.
Al
oír el ruido, la mujer detuvo bruscamente su danza y lo miró. En su rostro se
dibujó el miedo, y echando a correr en dirección contraria, se zambulló de
pronto en el mar y desapareció.
El
hombre, sorprendido, se frotó los ojos, sin saber si lo que había visto era
real de verdad o era producto de un sueño.
Aquella
visión lo obsesionó.
Cada
noche volvía de nuevo a la bahía, con la esperanza de ver de nuevo a la joven
que danzaba sobre las aguas. Hasta que, por fin una nueva noche de luna llena,
apareció.
Al
principio, su cabeza se alzó entre las olas y oteó el horizonte. Pero al verlo
a él sentado en la playa se zambulló de nuevo.
Presuroso,
se puso en pie y se aproximó a la orilla.
-No
temas. No voy a hacerte daño- gritó hacia el mar.
Cuando
ya empezaba a pensar que se había ido, su cabeza asomó de nuevo entre las
aguas.
-Ven,
por favor. No temas, no quiero dañarte ni pedirte nada. Tan solo que me
permitas disfrutar de tu danza como la otra noche.
Ella
se quedó un instante un instante observándolo, perlo luego empezó a mostrarse.
Sacó los brazos y se aupó sobre las olas como si estas fueran sólidas como la
piedra y se quedó allí de pie, observándolo en la distancia. Tanto su cabello
como su vestido estaban completamente secos.
-¿Cuál
es tu nombre?- preguntó él.
-No
tengo- contestó en un susurro apenas audible.
-¿Quién
eres?
-Soy
aquella que camina sobre las aguas.
-¿Por
qué huiste de mi la otra noche?
-Porque
sentí miedo. Los hombres suelen temer aquello que no comprenden. Y tratan de
hacerme daño por ser diferente.
-Juro
por mi vida que nunca te dañaré.
Se
quedaron un rato en silencio, observándose el uno al otro.
-¿Juras
que no me dañarás?
-Lo
he jurado.
-¿Por
qué quieres verme bailar?
-Porque
es lo más hermoso que he visto en la vida. Cuando bailas, mi alma se sosiega y
se agita inquieta a la vez. Sé que no volveré a ver nada igual aunque viva mil
años.
Ella
lo miró intensamente, y él, a pesar de la distancia, notó su rubor.
-¿Quién
eres?
-Una
pregunta de difícil respuesta. ¿Quién soy? No lo sé. Me han llamado muchas
cosas a lo largo del tiempo. Bruja, demonio, hada, sirena… no creo haber sido
nunca ninguna, pero tal vez podría serlas todas a la vez.
-¿Cómo
puedes caminar sobre el mar?
-Nací
en él y de él. Es mi vida y mi sustento, no puedo abandonar su caricia o no
sobreviviré.
-¿Y
no hay forma alguna de que pises tierra firme? Quiero estar cerca de ti...
Al
oír estas palabras, ella se acercó hasta quedar a escasos metros de la orilla.
Aún se mantenía sobre el agua, las olas rompientes le acariciaban los tobillos.
-Eso
no es todo. Quieres estar cerca, pero, ¿Por qué? ¿Acaso me amas?
-Te
amo de forma tan intensa, tan verdadera, que nunca me creí capaz de
experimentar un sentimiento así.
No
supo por qué contestó aquello, pero desde lo más hondo de su ser sabía que era
verdad.
-Recuerda
que yo soy aquella que camina sobre las aguas. No hay ninguna como yo sobre
este mundo. Por lo tanto, mi amor cuesta un precio.
-Dime
cual es y lo pagaré. Pidas lo que pidas.
-Hay
tres cosas que deseo fervientemente. Si me las das, seré tuya.
-Cualquier
cosa que pidas, te la daré.
-Mide
tus palabras. Tal vez mi precio sea demasiado elevado para ti.
-No
lo será. ¿Qué es lo que deseas?
-Lo
primero es un objeto amado. Deseo poseer algo que sea imprescindible para ti,
un objeto del que nunca imaginarías desprenderte. Como prueba de tu amor, deseo
que entregues el objeto que más ames.
Instintivamente,
él se llevó la mano al cuello. En una cadena de oro colgaba el objeto del que
hablaba la dama… un anillo.
Se
trataba del anillo que su difunta madre había depositado con cariño en la palma
de su mano justo antes de fallecer. Aquel anillo había significado mucho para
ella, pues era la alianza de boda que su amado le había regalado.
Aquel
anillo lo era todo para él. Era más que un objeto, era un vínculo. Un vínculo
que lo unía con su madre allá donde estuviese. Desde aquel día lo llevaba
siempre encima a todas partes, nunca se separaba de él.
Y,
a pesar de todo, no lo dudó. Arrancó la cadena de oro y se adentró en el vaivén
de las suaves olas.
Temía
que ella se alejara, pero no lo hizo. Simplemente se limitó a extender una
mano, sobre la que él dejó caer suavemente el anillo. No tocó su mano, pues
temía que aquel gesto la molestase.
Ella
observó el anillo, lo liberó de la cadena de oro, que dejó caer al agua, y lo
colocó en su dedo anular.
-Puedo
sentirlo. Irradia amor y cariño… puedo ver un recuerdo poderoso grabado en el,
una alianza con alguien que ya no está. Has cumplido el primer encargo con
creces. Ahora que me has entregado esto, sé que puedo confiar en ti.
-¿Qué
más he de hacer?
-Lo
segundo que quiero es algo que me fue robado. Quiero que muestres no solo tu
amor, si no tu disposición a protegerme de todo mal.
-Lo
haré, ¿De qué objeto se trata?
-Verás.
Un año atrás unas redes de pesca envolvieron mi cuerpo por un descuido. Luché y
conseguí librarme, más un objeto muy preciado para mi quedó prendado en ellas.
Algo que los humanos denomináis collar. Recuerdo la humillación y la ira que
sentí. Y recuerdo un barco. Un barco modesto y destartalado, y un hombre con el
cabello anaranjado como el atardecer en la bahía.
Él
sabía de qué objeto se trataba. Lo había visto. Lo conocía bien. Y sabía de qué
hombre hablaba.
Se
trataba de un pescador venido de tierras lejanas por motivos desconocidos para
todos. Había muchos y variados rumores sobre qué era lo que lo había traído
hasta la bahía. Pero eso no venía al caso.
Recordaba
que, hacía más o menos un año, dicho pescador se encontró con sus redes
salvajemente destrozadas y un objeto curioso enredado en ellas.
Se
trataba del collar más hermoso jamás visto por ninguno. Hecho de perlas de un
extraño color azulado, que iban de menor a mayor hasta su centro, coronaba
dicho centro la concha marina más hermosa que uno podía imaginar, también de un
tono azulado.
-Sé
bien de qué me hablas. Te lo traeré esta misma noche.
-De
acuerdo pues. Esperaré tu regreso- dijo sumergiéndose de nuevo en el agua.
Entonces,
en la soledad, él dudó por un instante. Estaba claro que aquel hombre no iba a
darle el collar. Había recibido ofertas de dinero desorbitantes por él y aún
así había decidido conservarlo.
Si
quería hacerse con él… debía robárselo.
Pero
la duda duró solo un instante. Apenas acababa de irse y ya la echaba en falta.
Necesitaba estar con ella. Así que se encaminó a la casa del hombre. Esperó a
que las luces se apagaran y con sigilo, forzó la puerta para poder entrar.
Rebuscó por la casa sin éxito, hasta que solo quedó un lugar posible, la
habitación donde el hombre dormía. Pero no sería fácil, ¿cómo iba a poder
buscar sin despertarlo?
Entonces,
encontró un remo, y decidió en el acto qué hacer. Entró sin vacilar en la
habitación y descargó un duro golpe sobre la cabeza del hombre que aún no se
había despertado. El miedo lo embargó por un instante. ¿Qué había hecho? ¿Qué
estaba haciendo? ¿Y si lo había matado?
Entonces
el hombre soltó un gruñido y su pecho se movió. Seguía vivo.
La
adrenalina recorrió su cuerpo, así como el miedo. Pero el miedo duró solo un
instante. La imperiosa necesidad de ver de nuevo a la caminante de las aguas le
quemaba por dentro. Buscó y buscó, pero no lo encontró por ninguna parte. Hasta
que escuchó un ruido.
Al
principio pensó que era solo su imaginación, hasta que se volvió más y más
fuerte. Provenía de una tabla en el suelo. Sonaba al rumor de las olas, al
viento sobre el mar. Al acercarse a la tabla pareció empezar a oler a salitre,
a marea. Con avidez, retiró la tabla, que estaba suelta, y allí lo encontró.
Sintió una gran euforia y echó a correr de nuevo a la orilla del mar.
Ella
ya estaba allí, esperándolo.
-Pensé
que no vendrías.
-Por
supuesto que he venido. Anhelo el poder verte cada instante. Me he propuesto
que me des tu amor y haré cualquier cosa por el- dijo tendiéndole el colgante.
Ella
se acercó lo máximo que pudo a la orilla y se detuvo.
-Ven.
Y
él fue sin dudar.
-Pónmelo.
Y
se lo puso. Con suma delicadeza. Disfrutó del roce con su fría piel. Y ella le
sonrió.
-Gracias.
Lo echaba mucho de menos.
Así,
tan cerca, él no pudo resistirlo. Acercó su boca a la de ella, pero la
caminante se apartó en el acto y se alejó de él.
-Aún
no. Aún debes cumplir mi último encargo.
-Por…
por supuesto.
-La
última cosa es la recompensa por un agravio. Hay un hombre en tu aldea que me
deshonró. Tú lo conoces, es el viejo ciego que vive en lo alto del acantilado,
en una casa solitaria. Antes que tú, muchos años antes que tú, él también optó
por mi amor. Y me traicionó. Quiero que demuestres que me amas sobre todas las
cosas con este encargo. Por encima de la moral. Por encima del bien y del mal.
-¿Qué
deseas que haga?
-Quiero
que me traigas su corazón.
Entonces
sintió miedo. Miedo de ella. ¿Acaso le pedía de veras que matara
deliberadamente a un hombre? La vio de
nuevo, pero esta vez vio algo más en ella. Algo aterrador.
Entonces,
echó a correr. Quería huir, de ella, del mar, de la idea que corrompía su alma.
Porque la idea de dar muerte a aquel hombre por ella se extendía por su cerebro
como una enfermedad.
Gritó
de frustración, lloró de impotencia, tembló de miedo… y cuando se serenó, ya no
era él mismo. Algo había cambiado en su interior.
Amar
sobre todas las cosas. Por encima del bien y del mal. Por encima de la moral.
Se
encaminó a la casa del viejo ciego.
Entró
con decisión. Estaba ido, como poseído.
El
viejo lo esperaba. Dirigió sus ojos inertes hacia él como si pudiera verlo y
sonrió con desdén.
-Sé
por qué estás aquí. Puedo sentirla. Puedo oler su aroma en tu piel. Y también
sé qué te ha pedido. A mí me pidió lo mismo muchos años atrás.
Él
se quedó sorprendido y recuperó la razón por un momento al oír aquellas
palabras.
-No
pongas esa cara de idiota. Sé lo que te propones. Sé cuáles son sus demandas.
Un objeto amado, un objeto robado… y una vida. Estás a tiempo de huir, de
salvar tu alma. Porque créeme, si vas con ella… no habrá salvación para ti.
Él
dudó.
Estaba
a punto de amanecer y la caminante de las aguas estaba a punto de marcharse
cuando él apareció en la bahía.
Venía
ido, pero calmado. Su mirada estaba vacía y su cara inexpresiva.
En
sus manos ensangrentadas portaba delicadamente un corazón humano.
Entró
en el agua, sin vacilar. Caminó hasta llegar a ella y, con el agua al pecho le
tendió lo que llevaba en las manos. Ella descendió, hundiéndose en el agua
hasta llegar a su nivel y lo tomó de sus manos.
Olió
el miembro amputado, lamió la sangre y ante la mirada inexpresiva del hombre lo
devoró, dejando a la vista una larga hilera de dientes afilados como cuchillas.
-Has
cumplido todas mis demandas. Esta era su carne, su sangre. Tenía su olor, su
esencia en cada fibra. El agravio está compensado. Dime…
Y
lo miró a los ojos. Pero los ojos de ella ya no eran ojos. Eran dos pozos de
negrura insondable.
-..
¿Quieres venir conmigo? ¿Deseas mi amor?
-…
lo deseo…- dijo en un susurro.
Ella
lo rodeó entre sus brazos y lo besó profundamente, mientras lo arrastraba a las
profundidades del mar sin que él opusiera resistencia.
Nunca
más se supo de aquel hombre. Jamás se encontró rastro alguno de él.
Pero
muchos, muchos años después, en aquella misma cala, un hombre solitario, en una
noche de luna llena, vio a una extraña y hermosa joven bailar sobre el agua.
Y
quedó prendado de ella.