miércoles, 31 de enero de 2018
No sé decir cuándo vi la primera sombra, o cuando escuché la
primera voz que no provenía de ninguna parte. Sólo sé que cuando por fin pedí
ayuda ya era demasiado tarde.
La enfermedad ya se había adueñado de mi mente, y veía y oía
cosas que no estaban ahí, pero para mí eran de lo más real.
Aun siendo atea, llegué a escuchar la voz de un Dios en el
que no creía. Y sus palabras me llevaron a la desesperación. Hasta tal punto
que pensé que debía acabar con mi vida. Fue tan real, que aun hoy en día, en
momentos bajos, dudo de si fueron verdaderas.
Supongo que el peor enemigo puede llegar a ser uno mismo, ya
que conocemos nuestras debilidades y puntos flacos a la perfección, y sabemos
qué cosas nos pueden doler más, cuales desequilibrarnos por completo y cuáles arrasar
nuestras convicciones como tornados.
Durante esa temporada, que no recuerdo bien, llegué a
olvidar quién era yo realmente. Dudaba de todo y de todos, y los fármacos me
adormecían y me anulaban. Ahora sé que sin los medicamentos no hubiera llegado
a recuperarme, pero por aquel entonces los odiaba, y cuando sabía que nadie me
vigilaba, no me los tomaba.
Pero pasó lo peor. Un día me desperté y me sentí mínimamente
yo, mínimamente como la persona que había sido siempre. Recuerdo que fui con mi
madre y le hice una pregunta. Una pregunta sencilla pero que abarcaba la peor
época de mi vida.
¿Qué me pasó?
Se sentó conmigo y me explicó con calma qué era un brote
psicótico, por qué podría llegar a ocurrir y que yo había pasado por ello. Al
verme así, un poco recuperada, las dos lloramos. Por fin veíamos la luz tras
aquellos meses de oscuridad.
Después de ese día, tuve picos de ánimo. Recaía, mejoraba,
todo era una montaña rusa en la que tan pronto estaba arriba como abajo. Pero
finalmente me sacudí de encima los últimos retazos de la enfermedad.
Entonces, como me noté bien, abandoné la medicación. Error.
Una terrible depresión cayó sobre mí. Me sentía inútil, sentía que no tenía
lugar en el mundo y que nunca llegaría a ser la persona que yo quería ser.
Nunca volví a ser exactamente la misma persona después de
aquello. Para mal, pero también para bien. Cierto que una desapasionada
melancolía se adueñó de mí, y que me veía una persona débil, pero también me
ayudó a conocer mis límites y mis miedos. Sacó a la luz cosas que llevaba
enterradas en mi ser desde el día en que nací.
Yo abracé la depresión y la melancolía. Me hundí sobre mí
misma y tomé el camino de la autocompasión. Nada importaba, nada valía la pena.
Era una persona débil, inútil y estúpida, y no merecía nada bueno de este
mundo.
Así viví, aletargada y depresiva casi un año de mi vida. Un
año que cuento como perdido, pues entre que no recuerdo gran cosa y que apenas
hice nada por mí misma, no puedo decir que fuera un tiempo bien vivido.
Hasta que un día, todo cambió. No puedo decir que fuera algo
externo, es decir, no ocurrió nada en un día concreto que me hiciera ver la luz
al final del túnel. No, fue algo interno, algo que nacía en el fondo de mi ser.
Mi mente se dio cuenta de que no podía seguir así, que se tenía que acabar, y
que debía volver a ser la persona que había sido.
Así que me sacudí las telarañas y empecé a poner de mi parte
para salir del pozo en el que me había hundido. Hasta entonces solo me dejaba
arrastrar por la marea, dispuesta a hundirme en el negro océano que me parecía
la vida. Pero no, de repente un extraño instinto se apoderó de mí, y patalee y
bracee hasta salir a la superficie y escupir toda el agua que anegaba mis
pulmones.
Por supuesto, no lo hice yo sola. Acepté la ayuda de mis
allegados, pero luché por mi cuenta también, contra mí misma, contra mi miedo y
desesperación. Y resulta que gané la batalla.
Volvía a ser yo. Con mis defectos y mis miedos, pero yo otra
vez.
Aún hoy en día no sé de dónde me vino la inspiración para luchar
de nuevo. Y aún hoy en día encuentro personas que minimizan y en cierto modo
desprecian mis esfuerzos.
Por desgracia, las enfermedades mentales no están bien
vistas. A las personas que las sufrimos se nos cuelga la etiqueta de raros,
poco aptos o débiles. Y es algo con lo que tendré que lidiar toda la vida.
Aunque haya gente que no me comprenda, pocas personas he conocido que hayan
pasado por algo parecido, y todas coincidimos en una cosa: que no se nos
comprende al cien por cien.
Somos tildados de locos, pero tal vez seamos más cuerdos que
nadie, pues sabemos que en la vida hay que pararse de vez en cuando y valorar
todo el conjunto, qué va bien y qué va mal antes de romperse.
No me siento avergonzada, me siento orgullosa de mi lucha. Y
de mi victoria. Y no importa cuántos vengan a decirme que no fue para tanto.
Para mí lo fue, y podría llegarle a cualquier persona en cualquier momento, no
importa cuán fuerte se sienta.
He perdido y he ganado. Me he superado. Y eso es lo que
importa para mí.