Archive for 2017

Mis musas

A veces siento que mi mundo se Vuelve negro y blanco.
Me siento como toda hecha de tinta negra, sosa, aburrida y mimetizada con el ambiente. Me siento anodina, parte del decorado.
Pero, a veces, dejo cantar a mis musas. Aquellas que con sus cantos de sirena me devuelven mi color, y cantan a mi oído canciones que tejen su telaraña hasta mis ojos y mi boca, tornándolo todo de colores.

Mis ojos solo ven color cuando cantan.
De mi boca solo salen las bellas baladas que ellas entonan a través de mi.
Pero, cuando es así, he decidido no abrir la boca. Pues estas canciones son mías, mías y solo mías.
Porque sé que mis musas cantan canciones que sólo yo entiendo, que nadie más comprendería y me tildarían de loca, o de algo peor.

Cuando mis musas aparecen, solo cierro los ojos e imagino todos los mundos de colores que inventan para mí.
Y así será siempre. Nadie las conocerá.

Son solo mías



Gracias por todo

Ella no era como el resto de la gente.
Su mente no funcionaba a una velocidad normal, funcionaba a muchas revoluciones por encima de lo que debería.
Siempre sobre analizaba todo, hasta el más ínfimo detalle. Pensaba y repensaba una y otra vez todo lo que se le pasaba por la cabeza, y aquel funcionamiento por encima de lo normal le impedía centrarse en lo que tenía delante. Sus pensamientos la descentraban de la realidad.
Y claro, todo lo hacía mal. Tener la cabeza en otro sitio cuando haces algo no suele traer buenos resultados.
Pero no lo podía evitar.
Además, tenía otro defecto.
Tenía que ser perfecta en lo que hacía.
No por lo que pensaran los demás de ella, eso le daba igual. Era por ella misma.
Desde que era pequeña, su sobre funcionamiento neuronal la había convertido en una torpe a la hora de hacer lo que tenía delante. Por eso se esforzaba cada día, para tratar de impedir que su mente se interpusiera en su sueño de hacerlo todo bien.
En el fondo si le importaba lo que pensaran los demás, pues no soportaba sus enfados ni sus burlas hacia ella.
Era imperfecta y perfecta al mismo tiempo. Era caos. Era pura contradicción.
En el día a día, un completo desastre. Por otra parte, de su mente nacían cosas maravillosas.
Cosas que fascinaban a los demás.
La gente no sabía qué sentir hacia ella. Si desesperación porque no diera pie con bola, o admiración hacia sus creaciones.
Y esa dualidad de opinión hacia ella la volvía loca.
Sabía que por una parte superaba las expectativas, pero que por otra no llegaba ni a la sombra de lo que otros necesitaban de ella.
Ansiedad y depresión fue el paso lógico ante tal panorama.
Cayó en un pozo del que no era capaz de salir por sí misma. Pero a diferencia de otras historias, allí había gente que estuvo a su lado.
Gente que le tendió una mano y la aupó del profundo agujero en el que se veía sumida. Y siente que nunca tendrá oportunidad de agradecérselo lo suficiente. Siente que no hay palabras ni buenos actos suficientes para agradecer tal gesto.
Y es que, todas esas personas que tienden una mano y aúpan a alguien que se ha sumido en un pozo, aun cuando esa persona no sabe cómo ha caído en él, aun cuando ni siquiera se ha dado cuenta de que ha caído en él… Esas personas no tienen comparación.
Por eso ella da las gracias. Por eso ella se siente afortunada.

No por tener una vida de éxito, nada más lejos de la realidad. Da gracias porque esas personas la hacen la más rica del mundo. Porque es consciente de que posee el mayor tesoro del mundo.

No culpes al karma de lo que te pasa por gilipollas - Laura Norton


Título en español: No culpes al karma de lo que te pasa por gilipollas
Autor: Laura Norton

Breve resumen.

Para ponernos en situación, la protagonista es Sara, una chica (bueno, al estar en la treintena de edad ya podemos decir mujer) que estudió química, pero que en recuerdo de un comentario que le hizo su amor del instituto, se hace plumista.
El comentario de su antiguo amor viene a raíz de unos disfraces que ella hace a base de plumas para una obra, y el susodicho chico, un tal Aarón, le dijo que tenía demasiado talento como para estudiar química.
Total, que una vez acabada la carrera le hace por fin caso. ¿Y qué es una plumista? Pues un artesano o artesana que hace ropa y diversos objetos adornados principalmente por plumas, como tocados, relojes, etc.
Pues el novio de Sara está en París levantando su carrera como arquitecto y se ven muy poquito. Y justo cuando su novio vuelve de París para pasar unas vacaciones con ella, Sara se encuentra con que se meten a vivir en su casa su padre, su hermana y el prometido de esta, que no es otro que su amor del instituto. Y mientras tanto ella intenta darle alas a su negocio de plumista (nunca mejor dicho).

Mi opinión.

Sinceramente, lo disfruté muchísimo.
Sé que digo esto siempre, pero en general, si hago una reseña es que me he acabado el libro, y para que me lo acabe tiene que gustarme o lo abandono vilmente.
La narración es muy amena y muy vívida, parece que nos metamos de verdad en el personaje de Sara y que nos atrapen sus paranoias y sus ideas de bombero.
Es una comedia muy divertida, pero que plantea muchos temas mas serios, como el de perseguir los sueños que uno tenga, aguantar cuando todo se tuerce o qué siente realmente nuestro corazón por las personas que queremos.
No he visto la película, pero una buena amiga que la vio y leyó el libro dice que no le hacen justicia al personaje de Sara, y por eso aún no la he visto. Sara es un personaje muy complejo, con muchos matices. Sí, las cosas se le tuercen a la mínima, pero ella siempre se mantiene firme en sus decisiones, cuando al fin las toma. Y en la película la pintan como una panoli torpe perdida. Eso me han dicho.
En resumen, un libro muy ameno y gracioso que nos puede hacer reflexionar sobre muchas otras cosas.

 Atención, ¡Spoiler!

A continuación daré mi opinión sobre aspectos del libro que pueden ser considerados spoilers, si no lo has leído y pretendes hacerlo recomiendo dejarlo en este punto.
Que Sara acabase con Aarón era un hecho inamovible. Eso lo supe desde la primera página y no soy adivina. Y aún así me gusta el final. Si, lo adivine y me gusta, pero es que es taaaan cool cómo pasa todo y la manera en que se cuenta.
El fiasco de Sara con su ex se veía venir. Es decir, ¿China? Una relación en la que hace tiempo que no te encuentras no se soluciona yéndote a otro país. Es muy arriesgado. Aún así, vuelvo a decir, trae una reflexión muy profunda por detrás.

En definitiva, un librazo.

Los hombres mojados no temen la lluvia - Juan Madrid


Título en español: Los hombres mojados no temen la lluvia
Autor: Juan Madrid

 Breve resumen.

Nos vemos en la piel de Liberto Ruano, abogado mujeriego que se dice enamorado de la mujer de un hombre poderoso.
Este curioso personaje lleva un bufete de abogados con su amigo y compañero Andrés Feiman, y cuenta además con los servicios de Aurelio Pescador, un hombre que es un poco un comodín que lo mismo te hace de guardaespaldas que te consigue pistas clave en un caso.
Sin venir a cuento, nuestro protagonista se ve involucrado en la muerte de una prostituta que se encontraba en posesión de un DVD que comprometía a alguien de las altas esferas de la ciudad…
Y a partir de ahí comienza la historia.

 Mi opinión.

En general me ha gustado mucho este libro, y eso que al principio me tenía mala pinta.
Es que en las primeras páginas nos encontramos a los personajes disertando y debatiendo sobre sexo, sociedad y otras cuestiones. Y me dio mala espina.
¿Os habéis encontrado alguna vez uno de esos libros que en vez de centrarse en la trama, se dedican a hacer alarde de lo listo que es el escritor, metiendo por el medio y sin ningún sentido largas parrafadas sobre lo que sea? Pues este parecía uno de esos libros.
Craso error. A medida que se va leyendo, estas disertaciones se integran bastante bien en la novela y le dan un toque algo más profundo.  La narración es constante, no tiene bajones grandes de esos en los que el libro se hace cuesta arriba, es decir, se deja leer bien.
La trama es muy vibrante y muy interesante, y el final… el final no me lo esperaba. Uno de esos libros que te mantienen en vilo hasta la última página.
Y el título, ay el título, es maravilloso. Es una metáfora en sí mismo y casa muy bien con la historia.
En definitiva, una novela negra como hacía que no leía y disfrutaba una.

Atención, ¡Spoiler!

A continuación daré mi opinión sobre aspectos del libro que pueden ser considerados spoilers, si no lo has leído y pretendes hacerlo recomiendo dejarlo en este punto.
A pesar de que me ha gustado mucho, hay cosas que me escaman un poco. Como el capítulo en el que el protagonista está en el hospital después de que intenten castrarlo. ¿Es en realidad un sueño? ¿O es todo real? Porque en la “alucinación” que tiene de Aurelio Pescador se cuentan cosas que él no podía sabe. Y que, de habérselas contado, el propio Aurelio no tendría por qué, porque aún no sabía que era su hijo.

Por otra parte me gusta mucho (sorpresa) el título. Me encanta. Un super toque para el libro.

El cuento número trece - Diane Setterfield


Título en español: El cuento número trece
Título en inglés: The thirteenth tale
Autora: Diane Setterfield


En una palabra, maravilloso.
Con alguna cosilla negativa, pero que para nada me hace desmerecer una gran opinión sobre este libro.

Breve resumen.

La historia cuenta de dos planos diferentes que se solapan, y va saltando la historia entre el presente y el pasado.
En un tiempo actual, tenemos a la librera e historiadora amateur Margaret, que un día, sin aparente motivo, es contactada por la famosa escritora Vida Winter.
Esta reconocidísima escritora pide a Margaret que escriba su biografía, la única biografía que se publicará de forma autorizada por la señorita Winter, pues muchos han sido los periodistas y biógrafos que le han preguntado por su vida, pero ella dio una versión completamente diferente ( y falsa) a cada uno de ellos. Pero esta vez, la señorita Winter desea contar la pura verdad, aunque esta sea complicada y dolorosa.
El porqué, no le queda mucho tiempo de vida.
Así, el libro consta de dos planos narrativos, el presente, en el que se desarrollan los acontecimientos entre Vida Winter y Margaret, y el pasado, contado por la señorita Winter. Un pasado lleno de engaños, dolor y muerte.

Mi opinión.

A pesar de que al principio no me enganchó mucho, decidí darle una oportunidad y continuar leyendo a ver si la cosa mejoraba. Y menos mal que lo hice.
Así que, si alguien empieza este libro y no le convence el principio, recomiendo tener paciencia.
Al contrario de otros libros cuyo inicio es trepidante, este libro comienza de una forma más bien pausada, descriptiva y de moderado interés. Pero, así como muchos libros con un inicio lleno de magnetismo decaen después en el desarrollo de la acción, “El cuento número trece” no hace más que subir el listón página a página, haciendo que llegue un punto que es imposible dejar de leer.
Los cambios temporales (pasado – presente) son ingeniosos, dejan siempre al lector deseando más. Es decir, por ejemplo, si está siendo narrado el pasado y pasa al presente podemos quedarnos pensando “nooooo, yo quería saber qué pasaba ahí”.
La trama es trepidante, desde que coge ritmo allá por la página cuarenta o cincuenta no para, y deja al lector con ganas de más y más. Es intensísimo todo y engancha mucho.
Además, los giros sorprenden mucho, no es algo que el lector se espere, al menos en la mayoría de los casos (he de decir que alguna cosa sí me imaginé).

Atención, ¡Spoiler!

A continuación daré mi opinión sobre aspectos del libro que pueden ser considerados spoilers, si no lo has leído y pretendes hacerlo recomiendo dejarlo en este punto.
Bueno, ni qué decir tiene lo agridulce del final. Ese no saber a ciencia cierta cuál de las gemelas era la que vivía al final con Vida Winter es un toque de misterio que me gustó y a la vez me fastidió un poco. Es que soy mucho de saber las cosas al más ínfimo detalle. O al menos yo no lo supe. Tal vez un lector más avispado capte los matices y sepa interpretarlo.

Por otro lado, el famoso “Cuento número trece” que da nombre al libro me parece una genialidad. Al fin y al cabo, toda la historia real de Vida Winter giraba en torno a él, así que ponerlo al final me pareció redondo.

El don nadie

Cansado. Cansado era la palabra que mejor le definía.
Estaba muriéndose de frío en la estación de tren, al igual que cada mañana desde hacía… cielos, ya ni recordaba cuantos años llevaba con esa rutina.Calentaba sus manos sujetando un vaso desechable de lo que algún alma audaz se empeñaba en llamar café con leche, un brebaje imbebible que escupían las viejas máquinas al lado de la ventanilla de los billetes.
Largas ojeras delineaban sus ojos. Aquellos ojos que tiempo atrás centelleaban vivos, azules como el cielo, pero que ahora lucían apagados, profundos pozos desprovistos de chispa, esa chispa vivaz y alegre, confusa e ilusionada que contemplaba el mundo como una gran aventura, como un sinfín de posibilidades. Pero ahora, aquellos ojos solo comunicaban un profundo cansancioa todo aquel que se tomase la molestia de dedicarles un vistazo.
Una leve barba cubría su rostro, que junto con su largo pelo negro y sus gafas eternamente empañadas y algo sucias le daban un aspecto desaliñado.
Este hombre en particular se encontraba sentado en un incomodísimo banco de madera, formando nubecitas de vaho y echando valerosos sorbos a su particular estufa de manosmientras esperaba su tren.
Y mientras este hombre, este ser humano que no significaba nada para nadie en aquella estación esperaba, se dedicaba a pensar.
Pensaba que luchar es difícil.
Pensaba que era difícil sentirse solo de aquella manera. Y es que ¿en serio había sacrificado todo, había entregado su vida a su carrera para acabar allí?
Se sentía un don nadie, nada más que otro asiento ocupado para los que viajaban en tren, un ser solitario sumado a la larga lista de personas a la que un revisor también cansado y aburrido de todo le pediría el billete en cuanto subiera.
Luchar era difícil, si, sobre todo cuando tu peor enemigo eres tú mismo y tu arma es el desánimo y la melancolía.
En estas lúgubres elucubraciones estaba perdido cuando por fin el tren entró en la estación. Se levantó de forma mecánica, dirigiéndose hacia las puertas recién abiertas, al igual que el resto de la muchedumbre.
Mientras caminaba con el vaso ya frío olvidado en una mano, un hombre impecablemente trajeado chocó con él y derramó el líquido por todas partes. El hombre del traje lo observó con desdén, luego se concentró en su propia ropa. Al no detectar ni una sola mancha de café en su persona, se giró y se adentró en el vagón sin una disculpa, sin una segunda mirada siquiera.
Empapado en café, dejó caer el vaso estrujado en el suelo con desánimo, plantado en mitad del camino, donde recibió otros tantos empujones airados por parte de personas que tenían prisa por llegar a sus asientos.
En aquel instante, en aquel preciso instante, pensó en abandonarlo todo.
Aún era joven… bueno, no era joven, podría decirse que aún no era demasiado viejo. Las arrugas anidaban en las comisuras de sus ojos y en varios pliegues de su piel, pero las canas apenas habían empezado a colonizar su cabello.
Tal vez pudiera encontrar otro trabajo. Podía dejarlo todo en aquel instante, volver a casa y despedirse. Podría dejar allí tirado el peso que llevaba sobre sus hombros, sin importar siquiera si alguien lo recogería en su lugar o quedaría olvidado, sin importar si otra persona asumía sus responsabilidades o estas simplemente se desvanecían.
¿Qué no era demasiado viejo, se había atrevido a pensar hacía un instante?
Mentiras.
Notaba que la edad empezaba a pesarle, aquellos tiempos en los que se creía invencible e inmortal habían quedado atrás. Su juventud, sus ganas y su énfasis por aprender y crecer se habían desvanecido, diluidos en el paso de los años como el azúcar en aquel infame café.
Ese podía ser el momento decisivo. Si se quedaba en ese andén, podría empezar de nuevo en otro sitio. Un trabajo nuevo, una vida nueva. Una vida nueva… más bien una vida real. Se estaba percatando de que había hecho tantos sacrificios a lo largo de su vida por aquel trabajo…
Si se subía, aceptaría que tendría que seguir luchando hasta el fin de sus días. ¿En realidad merecía la pena? ¿En verdad merece la pena luchar por todo el mundo, aún sabiendo que nadie te lo agradecerá? ¿Aun cuando la victoria era una quimera que cada día parecía más lejana?
Era ahora o nunca. De otro modo, tal vez no se permitiría otro momento de duda así, y jamás podría abandonar.
Y esa era la gran duda. Rendirse o seguir adelante…
Las puertas del vagón se cerraron a sus espaldas. Sintió como su destino se sellaba para el resto de su vida.
Ni siquiera buscó sitio para sentarse en el abarrotado tren. Simplemente se quedó allí de pie, como un autómata, soportando el traqueteo del vehículo, ajeno a todos los comentarios y cuchicheos a su alrededor.
Siguió, pesaroso, su rutina de todos los días. Bajar del tren, caminar quince minutos a un ritmo que no indicaba otra cosa que desánimo. Llegar al edificio, presentar sus credenciales en la entrada, aunque allí todo el mundo supiera de sobra quién era él.
Entrar en la antesala del laboratorio, esterilizarse, ponerse el equipo y empezar por fin a trabajar. Si alguna otra persona ya estaba allí le dirigía un escueto saludo. Sino, adelante con la tarea que debiera llevar a cabo para iniciar la jornada.
Todos los miembros de su equipo de trabajo eran más jóvenes que él. Mucho más jóvenes que él. A veces alcanzaba a oír retazos de conversaciones entre ellos, y entre eso y su manera de tratarlo, de rehuirlo y de bajar sus cabezas cuando se acercaba a ellos, sabía a la perfección qué era lo que pensaban de él.
Un fracasado.
Eso era a sus ojos. Un fracasado, amargado por una vida insatisfecha.
Aquellos jóvenes, aquellos lobos hambrientos estaban deseando que aquel que ellos consideraban un fósil se hiciese a un lado para que sangre nueva, fresca y joven, o lo que es lo mismo, cualquiera de ellos pudiera ocupar su lugar al frente de aquel equipo de investigación.
Lejos de molestarlo, aquella actitud le hacía gracia.
Podía ver en los ojos de sus jóvenes pupilos y ayudantes esa chispa de inteligencia, de pasión, de ganas de comerse el mundo y, por qué no decirlo, de ambición y hambre de poseer más, de saber más, de ser más.
Le hacía gracia aquella actitud por una razón algo retorcida. Se preguntaba cuánto tiempo iba a durar aquella chispa. Cuánto tiempo iban a tardar aquellos jóvenes en percatarse de que también a ellos podía pasarles que se levantarían un día, tendrían una edad más cercana a la vejez y se encontrasen su carrera estancada, que su investigación se encontrase en un punto muerto.
Y por otra parte le hacía gracia porque tal vez tuvieran razón. Miles de millones se investían al año en aquella investigación. Una investigación primordial, destinada a comprender, prevenir y con suerte erradicar una de las enfermedades más mortales, violentas y que afectaban a cada vez un porcentaje mayor de la población. La sola mención de dicha enfermedad  a un ser humano en estos días era sinónimo de muerte, pues un muy leve porcentaje de gente salía con vida del percance.
Y allí, en el epicentro de todos aquellos fondos destinados a la investigación de dicha dolencia se hallaba él. Dirigiendo un equipo de médicos e investigadores con diferentes grados y licenciaturas, a la cabeza de aquel equipo de anónimos que soñaban lo mismo, aunque por diferentes razones.
Algunos buscaban fama, otros dinero, unos cuantos hacer el bien, pero todos, absolutamente todos querían el prestigio que ostentarían de hallarse en su puesto.
Entonces, ¿por qué seguía él allí, ocupando un lugar que deseaban tantos, y que tal vez otra persona desempeñaría mejor que él?
La respuesta era simple: no tenía ni idea. Tal vez fuese la rutina, la costumbre, el hecho de negarse a abandonar aquello que ya no le hacía feliz pero había ocupado una gran parte de su vida.
Este hombre siguió tomando todas las mañanas el mismo tren.
No fallaba un solo día en el que comprase aquel aguachirle llamado “café” para calentarse las manos y despejarse las ideas.
No fallaba un solo día en el que entrase a empujones en un vagón abarrotado donde le tocaba ir casi todo el trayecto de pie, ya que nadie estaba dispuesto a cederle su asiento.
No fallaba ni un solo día en el que cumpliera su rutina en su laboratorio, donde los jóvenes no le quitaban ojo, como buitres planeando sobre su cabeza, esperando un fallo, un desliz, una jubilación anticipada… daba igual, lo que primero sucediera, para pelearse como carroñeros por las sobras de su puesto.
Todo esto continuó, día tras día.
Hasta que una mañana, cuando se levantó, sintió que algo se removía en su mente.
Cumplió con toda su rutina diaria notando el vaivén de algo en sus neuronas, una idea que no acababa de cuajar, que se le escapaba al intentar darle forma.
Ese día en concreto, todos percibieron su cambio. Irradiaba una nueva energía, un afán de trabajo que nadie había visto en mucho tiempo.
Y entonces, un día, por fin todo tomó forma. Los astros se alinearon, su equipo de trabajo se quedó patidifuso al comprobar los resultados de sus últimas ideas aportadas a la investigación, surgidas de algún mágico u onírico lugar.
Los resultados eran positivos.
La quimera que habían perseguido durante tantos años era real, y la habían alcanzado, allí, en aquel preciso laboratorio, en aquel exacto instante.
De inmediato se desató un pandemónium en el laboratorio. Todo el mundo expresaba su alegría, lo felicitaba, gritaba, lanzaba exclamaciones de júbilo. Él, simplemente sonrió y dejó escapar lágrimas de alegría.
Lo había conseguido. Su vida no había sido gastada en vano después de todo.
De pronto, su nombre y su cara salieron en todos los medios de comunicación. Era la nueva sensación del momento, el hombre que había conseguido lo que la humanidad llevaba buscando mucho, muchísimo tiempo.
Su vida se volvió una vorágine de entrevistas y sesiones en programas de televisión.
Luego, se unió de nuevo a su equipo, esta vez ampliado y mejorado, en un laboratorio más caro y novedoso todavía.
Los resultados eran positivos, pero ¿eran viables? ¿Era realmente su cura LA CURA? ¿Era viable utilizarla en humanos? ¿Podría erradicar o incluso prevenir al cien por cien la enfermedad? A aquel pandemónium mediático le siguieron meses, años de locura e investigación. Hasta que un día el anuncio fue oficial.
La cura existía.
La cura era real y viable. Podía erradicar cualquier estado de la enfermedad salvo el terminal, incluso si se diagnosticaba a tiempo podía prevenirse.
Había conseguido algo tan grande que no era capaz de asimilar aún su magnitud. Miles de millones de vidas serían salvadas, cientos de miles de millones de personas recordarían su nombre en algún momento mientras la raza humana poblara la tierra. La certidumbre de este hecho le hacía sentir vértigo y emoción a la vez.
También sentía vértigo al echar la mirada atrás, al recordar aquel día en el que estuvo a punto de abandonar todo el proyecto a su suerte. Se sentía estúpido por todos esos momentos de debilidad en los que casi mandó todo su esfuerzo al cuerno, y entonces su vida sí que habría sido vacía e inútil.
Cinco años después, un hombre se sentaba en el nuevo banco de madera de la estación de tren, que había sido remodelada, pero conservaba la incomodidad de sus asientos como si fuera parte de su esencia.
Al menos la infame máquina de café había sido sustituida por una nueva, y el brebaje que dispensaba podía llamarse café apropiadamente.
Este hombre, cuyo rostro estaba ahora surcado por las arrugas, llevaba la barba canosa algo crecida y el pelo grisáceo mal peinado, lo cual le daba un aspecto algo desaliñado pese a ir bien vestido.
Mientras se calentaba las manos con su bebida a través del calor que esta irradiaba a través del vaso de plástico, el hombre pensaba.
Cansado. Parecía muy cansado a juzgar por las ojeras que delineaban sus ojos. Pero, en aquellos ojos, podía verse algo que no estaba allí cinco años antes.
Chispa.
La chispa había vuelto. Esa chispa que acompaña la mirada de todo aquel que está en paz y feliz consigo mismo. Así se sentía él. E iba más allá. A pesar de que ya había pasado tiempo desde su momento de gloria laboral y mediática, se sentía como nunca. Porque esa chispa era lo que simbolizaba su vuelta a la vida, su huida de la forma de vida autómata e infeliz que había sido durante tantos años.
A lo lejos, escuchó el sonido del tren aproximándose. Muchos se preguntaban por qué, después de todo el prestigio y el dinero adquirido tras su gran descubrimiento aquel hombre seguía yendo en tren a su trabajo.
Un trabajo del que, por cierto, no le faltaba mucho para jubilarse. Unos cuantos años nada más. Con la diferencia de que ahora sí sentía pena por este hecho. No quería abandonar su nueva investigación y su nuevo equipo de trabajo, pero había que dejar paso a las nuevas y tal vez brillantes mentes que, con el tiempo, tal vez descubrirían cosas mucho más grandiosas que él.
El caso es que él, pudiendo permitirse casi cualquier método de transporte, seguía cogiendo el mismo tren que hacía tantos años lo llevaba fielmente, con sus retrasos y sus puntualidades ocasionales.
Era un recordatorio. Un recordatorio de que siempre merece la pena luchar, seguir adelante. Recordaba aquel día, de pie delante de las mismas puertas que ahora veía abrirse, y recordaba el sentimiento de pura desazón que casi lo hizo abandonar.
Eso mismo. Era su particular forma de decir lo he conseguido a pesar de las adversidades. A pesar de que, durante un instante, la duda se apoderó de él hasta casi hacerle desistir.
Se deshizo del resto de café frío y se adentró en el vagón entre empujones donde, a pesar de su avanzada edad, nadie le cedió su asiento y le tocó ir de pie, como casi siempre.
Nadie en aquel lugar sabía quién era. La gente recordaba el rostro de los famosillos, pero los rostros como el suyo, los rostros de los héroes acababan volviéndose anónimos. Así era cómo lo habían calificado durante mucho tiempo: héroe.
Y ahora, nadie lo reconocía. Pero esto no lo hacía sentirse desanimado. Le hacía sentirse él mismo. Toda su vida había sido un don nadie, y ahora, en aquel vagón, lo seguía siendo. No era el famoso científico que había hecho lo imposible. Era un simple vejete más de pie.
Pero lo que lo hacía feliz de verdad, era contemplar a la gente. Le gustaba ver a ese hombre de negocios que tal vez algún día contraería la enfermedad a la que él había encontrado cura. Tal vez aquella señora sentada más allá había tenido una hija que enfermó y se curó gracias a él. Por estadística, al menos dos personas en aquel vagón habían contraído o contraerían la enfermedad en algún momento de su vida.
Lo que le gustaba de verdad era comprobar que el mundo seguiría adelante sin él. Pero que su logro, su aportación a la raza humana le sobreviviría.

Y que cientos de millones de vidas podrían seguir adelante, seguir luchando, seguir saliendo adelante gracias a él.

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