domingo, 26 de marzo de 2017
Cansado. Cansado era la palabra que
mejor le definía.
Estaba muriéndose de frío en la estación
de tren, al igual que cada mañana desde hacía… cielos, ya ni recordaba cuantos
años llevaba con esa rutina.Calentaba sus manos sujetando un vaso desechable de
lo que algún alma audaz se empeñaba en llamar café con leche, un brebaje
imbebible que escupían las viejas máquinas al lado de la ventanilla de los
billetes.
Largas ojeras delineaban sus ojos.
Aquellos ojos que tiempo atrás centelleaban vivos, azules como el cielo, pero
que ahora lucían apagados, profundos pozos desprovistos de chispa, esa chispa
vivaz y alegre, confusa e ilusionada que contemplaba el mundo como una gran
aventura, como un sinfín de posibilidades. Pero ahora, aquellos ojos solo
comunicaban un profundo cansancioa todo aquel que se tomase la molestia de
dedicarles un vistazo.
Una leve barba cubría su rostro, que
junto con su largo pelo negro y sus gafas eternamente empañadas y algo sucias
le daban un aspecto desaliñado.
Este hombre en particular se encontraba
sentado en un incomodísimo banco de madera, formando nubecitas de vaho y
echando valerosos sorbos a su particular estufa de manosmientras esperaba su
tren.
Y mientras este hombre, este ser humano
que no significaba nada para nadie en aquella estación esperaba, se dedicaba a
pensar.
Pensaba que luchar es difícil.
Pensaba que era difícil sentirse solo de
aquella manera. Y es que ¿en serio había sacrificado todo, había entregado su
vida a su carrera para acabar allí?
Se sentía un don nadie, nada más que
otro asiento ocupado para los que viajaban en tren, un ser solitario sumado a
la larga lista de personas a la que un revisor también cansado y aburrido de
todo le pediría el billete en cuanto subiera.
Luchar era difícil, si, sobre todo
cuando tu peor enemigo eres tú mismo y tu arma es el desánimo y la melancolía.
En estas lúgubres elucubraciones estaba
perdido cuando por fin el tren entró en la estación. Se levantó de forma
mecánica, dirigiéndose hacia las puertas recién abiertas, al igual que el resto
de la muchedumbre.
Mientras caminaba con el vaso ya frío
olvidado en una mano, un hombre impecablemente trajeado chocó con él y derramó
el líquido por todas partes. El hombre del traje lo observó con desdén, luego
se concentró en su propia ropa. Al no detectar ni una sola mancha de café en su
persona, se giró y se adentró en el vagón sin una disculpa, sin una segunda
mirada siquiera.
Empapado en café, dejó caer el vaso
estrujado en el suelo con desánimo, plantado en mitad del camino, donde recibió
otros tantos empujones airados por parte de personas que tenían prisa por
llegar a sus asientos.
En aquel instante, en aquel preciso
instante, pensó en abandonarlo todo.
Aún era joven… bueno, no era joven,
podría decirse que aún no era demasiado viejo. Las arrugas anidaban en las
comisuras de sus ojos y en varios pliegues de su piel, pero las canas apenas
habían empezado a colonizar su cabello.
Tal vez pudiera encontrar otro trabajo.
Podía dejarlo todo en aquel instante, volver a casa y despedirse. Podría dejar
allí tirado el peso que llevaba sobre sus hombros, sin importar siquiera si
alguien lo recogería en su lugar o quedaría olvidado, sin importar si otra
persona asumía sus responsabilidades o estas simplemente se desvanecían.
¿Qué no era demasiado viejo, se había
atrevido a pensar hacía un instante?
Mentiras.
Notaba que la edad empezaba a pesarle,
aquellos tiempos en los que se creía invencible e inmortal habían quedado
atrás. Su juventud, sus ganas y su énfasis por aprender y crecer se habían
desvanecido, diluidos en el paso de los años como el azúcar en aquel infame
café.
Ese podía ser el momento decisivo. Si se
quedaba en ese andén, podría empezar de nuevo en otro sitio. Un trabajo nuevo,
una vida nueva. Una vida nueva… más bien una vida real. Se estaba percatando de
que había hecho tantos sacrificios a lo largo de su vida por aquel trabajo…
Si se subía, aceptaría que tendría que
seguir luchando hasta el fin de sus días. ¿En realidad merecía la pena? ¿En
verdad merece la pena luchar por todo el mundo, aún sabiendo que nadie te lo
agradecerá? ¿Aun cuando la victoria era una quimera que cada día parecía más
lejana?
Era ahora o nunca. De otro modo, tal vez
no se permitiría otro momento de duda así, y jamás podría abandonar.
Y esa era la gran duda. Rendirse o
seguir adelante…
Las puertas del vagón se cerraron a sus
espaldas. Sintió como su destino se sellaba para el resto de su vida.
Ni siquiera buscó sitio para sentarse en
el abarrotado tren. Simplemente se quedó allí de pie, como un autómata,
soportando el traqueteo del vehículo, ajeno a todos los comentarios y
cuchicheos a su alrededor.
Siguió, pesaroso, su rutina de todos los
días. Bajar del tren, caminar quince minutos a un ritmo que no indicaba otra
cosa que desánimo. Llegar al edificio, presentar sus credenciales en la
entrada, aunque allí todo el mundo supiera de sobra quién era él.
Entrar en la antesala del laboratorio,
esterilizarse, ponerse el equipo y empezar por fin a trabajar. Si alguna otra
persona ya estaba allí le dirigía un escueto saludo. Sino, adelante con la
tarea que debiera llevar a cabo para iniciar la jornada.
Todos los miembros de su equipo de
trabajo eran más jóvenes que él. Mucho más jóvenes que él. A veces alcanzaba a
oír retazos de conversaciones entre ellos, y entre eso y su manera de tratarlo,
de rehuirlo y de bajar sus cabezas cuando se acercaba a ellos, sabía a la
perfección qué era lo que pensaban de él.
Un fracasado.
Eso era a sus ojos. Un fracasado,
amargado por una vida insatisfecha.
Aquellos jóvenes, aquellos lobos
hambrientos estaban deseando que aquel que ellos consideraban un fósil se
hiciese a un lado para que sangre nueva, fresca y joven, o lo que es lo mismo,
cualquiera de ellos pudiera ocupar su lugar al frente de aquel equipo de
investigación.
Lejos de molestarlo, aquella actitud le
hacía gracia.
Podía ver en los ojos de sus jóvenes
pupilos y ayudantes esa chispa de inteligencia, de pasión, de ganas de comerse
el mundo y, por qué no decirlo, de ambición y hambre de poseer más, de saber
más, de ser más.
Le hacía gracia aquella actitud por una
razón algo retorcida. Se preguntaba cuánto tiempo iba a durar aquella chispa.
Cuánto tiempo iban a tardar aquellos jóvenes en percatarse de que también a
ellos podía pasarles que se levantarían un día, tendrían una edad más cercana a
la vejez y se encontrasen su carrera estancada, que su investigación se
encontrase en un punto muerto.
Y por otra parte le hacía gracia porque
tal vez tuvieran razón. Miles de millones se investían al año en aquella
investigación. Una investigación primordial, destinada a comprender, prevenir y
con suerte erradicar una de las enfermedades más mortales, violentas y que
afectaban a cada vez un porcentaje mayor de la población. La sola mención de
dicha enfermedad a un ser humano en
estos días era sinónimo de muerte, pues un muy leve porcentaje de gente salía
con vida del percance.
Y allí, en el epicentro de todos
aquellos fondos destinados a la investigación de dicha dolencia se hallaba él.
Dirigiendo un equipo de médicos e investigadores con diferentes grados y
licenciaturas, a la cabeza de aquel equipo de anónimos que soñaban lo mismo,
aunque por diferentes razones.
Algunos buscaban fama, otros dinero,
unos cuantos hacer el bien, pero todos, absolutamente todos querían el
prestigio que ostentarían de hallarse en su puesto.
Entonces, ¿por qué seguía él allí,
ocupando un lugar que deseaban tantos, y que tal vez otra persona desempeñaría
mejor que él?
La respuesta era simple: no tenía ni
idea. Tal vez fuese la rutina, la costumbre, el hecho de negarse a abandonar
aquello que ya no le hacía feliz pero había ocupado una gran parte de su vida.
Este hombre siguió tomando todas las
mañanas el mismo tren.
No fallaba un solo día en el que
comprase aquel aguachirle llamado “café” para calentarse las manos y despejarse
las ideas.
No fallaba un solo día en el que entrase
a empujones en un vagón abarrotado donde le tocaba ir casi todo el trayecto de
pie, ya que nadie estaba dispuesto a cederle su asiento.
No fallaba ni un solo día en el que
cumpliera su rutina en su laboratorio, donde los jóvenes no le quitaban ojo, como
buitres planeando sobre su cabeza, esperando un fallo, un desliz, una
jubilación anticipada… daba igual, lo que primero sucediera, para pelearse como
carroñeros por las sobras de su puesto.
Todo esto continuó, día tras día.
Hasta que una mañana, cuando se levantó,
sintió que algo se removía en su mente.
Cumplió con toda su rutina diaria
notando el vaivén de algo en sus neuronas, una idea que no acababa de cuajar,
que se le escapaba al intentar darle forma.
Ese día en concreto, todos percibieron
su cambio. Irradiaba una nueva energía, un afán de trabajo que nadie había
visto en mucho tiempo.
Y entonces, un día, por fin todo tomó
forma. Los astros se alinearon, su equipo de trabajo se quedó patidifuso al
comprobar los resultados de sus últimas ideas aportadas a la investigación,
surgidas de algún mágico u onírico lugar.
Los resultados eran positivos.
La quimera que habían perseguido durante
tantos años era real, y la habían alcanzado, allí, en aquel preciso
laboratorio, en aquel exacto instante.
De inmediato se desató un pandemónium en
el laboratorio. Todo el mundo expresaba su alegría, lo felicitaba, gritaba,
lanzaba exclamaciones de júbilo. Él, simplemente sonrió y dejó escapar lágrimas
de alegría.
Lo había conseguido. Su vida no había
sido gastada en vano después de todo.
De pronto, su nombre y su cara salieron
en todos los medios de comunicación. Era la nueva sensación del momento, el
hombre que había conseguido lo que la humanidad llevaba buscando mucho,
muchísimo tiempo.
Su vida se volvió una vorágine de
entrevistas y sesiones en programas de televisión.
Luego, se unió de nuevo a su equipo,
esta vez ampliado y mejorado, en un laboratorio más caro y novedoso todavía.
Los resultados eran positivos, pero
¿eran viables? ¿Era realmente su cura LA CURA? ¿Era viable utilizarla en
humanos? ¿Podría erradicar o incluso prevenir al cien por cien la enfermedad? A
aquel pandemónium mediático le siguieron meses, años de locura e investigación.
Hasta que un día el anuncio fue oficial.
La cura existía.
La cura era real y viable. Podía
erradicar cualquier estado de la enfermedad salvo el terminal, incluso si se
diagnosticaba a tiempo podía prevenirse.
Había conseguido algo tan grande que no
era capaz de asimilar aún su magnitud. Miles de millones de vidas serían
salvadas, cientos de miles de millones de personas recordarían su nombre en
algún momento mientras la raza humana poblara la tierra. La certidumbre de este
hecho le hacía sentir vértigo y emoción a la vez.
También sentía vértigo al echar la
mirada atrás, al recordar aquel día en el que estuvo a punto de abandonar todo
el proyecto a su suerte. Se sentía estúpido por todos esos momentos de
debilidad en los que casi mandó todo su esfuerzo al cuerno, y entonces su vida
sí que habría sido vacía e inútil.
Cinco años después, un hombre se sentaba
en el nuevo banco de madera de la estación de tren, que había sido remodelada,
pero conservaba la incomodidad de sus asientos como si fuera parte de su
esencia.
Al menos la infame máquina de café había
sido sustituida por una nueva, y el brebaje que dispensaba podía llamarse café
apropiadamente.
Este hombre, cuyo rostro estaba ahora
surcado por las arrugas, llevaba la barba canosa algo crecida y el pelo
grisáceo mal peinado, lo cual le daba un aspecto algo desaliñado pese a ir bien
vestido.
Mientras se calentaba las manos con su
bebida a través del calor que esta irradiaba a través del vaso de plástico, el
hombre pensaba.
Cansado. Parecía muy cansado a juzgar
por las ojeras que delineaban sus ojos. Pero, en aquellos ojos, podía verse
algo que no estaba allí cinco años antes.
Chispa.
La chispa había vuelto. Esa chispa que acompaña
la mirada de todo aquel que está en paz y feliz consigo mismo. Así se sentía
él. E iba más allá. A pesar de que ya había pasado tiempo desde su momento de
gloria laboral y mediática, se sentía como nunca. Porque esa chispa era lo que
simbolizaba su vuelta a la vida, su huida de la forma de vida autómata e
infeliz que había sido durante tantos años.
A lo lejos, escuchó el sonido del tren
aproximándose. Muchos se preguntaban por qué, después de todo el prestigio y el
dinero adquirido tras su gran descubrimiento aquel hombre seguía yendo en tren
a su trabajo.
Un trabajo del que, por cierto, no le
faltaba mucho para jubilarse. Unos cuantos años nada más. Con la diferencia de
que ahora sí sentía pena por este hecho. No quería abandonar su nueva investigación
y su nuevo equipo de trabajo, pero había que dejar paso a las nuevas y tal vez
brillantes mentes que, con el tiempo, tal vez descubrirían cosas mucho más
grandiosas que él.
El caso es que él, pudiendo permitirse
casi cualquier método de transporte, seguía cogiendo el mismo tren que hacía
tantos años lo llevaba fielmente, con sus retrasos y sus puntualidades
ocasionales.
Era un recordatorio. Un recordatorio de
que siempre merece la pena luchar, seguir adelante. Recordaba aquel día, de pie
delante de las mismas puertas que ahora veía abrirse, y recordaba el
sentimiento de pura desazón que casi lo hizo abandonar.
Eso mismo. Era su particular forma de
decir lo he conseguido a pesar de las adversidades. A pesar de que, durante un
instante, la duda se apoderó de él hasta casi hacerle desistir.
Se deshizo del resto de café frío y se
adentró en el vagón entre empujones donde, a pesar de su avanzada edad, nadie
le cedió su asiento y le tocó ir de pie, como casi siempre.
Nadie en aquel lugar sabía quién era. La
gente recordaba el rostro de los famosillos, pero los rostros como el suyo, los
rostros de los héroes acababan volviéndose anónimos. Así era cómo lo habían
calificado durante mucho tiempo: héroe.
Y ahora, nadie lo reconocía. Pero esto
no lo hacía sentirse desanimado. Le hacía sentirse él mismo. Toda su vida había
sido un don nadie, y ahora, en aquel vagón, lo seguía siendo. No era el famoso
científico que había hecho lo imposible. Era un simple vejete más de pie.
Pero lo que lo hacía feliz de verdad,
era contemplar a la gente. Le gustaba ver a ese hombre de negocios que tal vez
algún día contraería la enfermedad a la que él había encontrado cura. Tal vez
aquella señora sentada más allá había tenido una hija que enfermó y se curó
gracias a él. Por estadística, al menos dos personas en aquel vagón habían
contraído o contraerían la enfermedad en algún momento de su vida.
Lo que le gustaba de verdad era
comprobar que el mundo seguiría adelante sin él. Pero que su logro, su
aportación a la raza humana le sobreviviría.