Archive for enero 2018

Todo va por dentro

No sé decir cuándo vi la primera sombra, o cuando escuché la primera voz que no provenía de ninguna parte. Sólo sé que cuando por fin pedí ayuda ya era demasiado tarde.
La enfermedad ya se había adueñado de mi mente, y veía y oía cosas que no estaban ahí, pero para mí eran de lo más real.
Aun siendo atea, llegué a escuchar la voz de un Dios en el que no creía. Y sus palabras me llevaron a la desesperación. Hasta tal punto que pensé que debía acabar con mi vida. Fue tan real, que aun hoy en día, en momentos bajos, dudo de si fueron verdaderas.
Supongo que el peor enemigo puede llegar a ser uno mismo, ya que conocemos nuestras debilidades y puntos flacos a la perfección, y sabemos qué cosas nos pueden doler más, cuales desequilibrarnos por completo y cuáles arrasar nuestras convicciones como tornados.
Durante esa temporada, que no recuerdo bien, llegué a olvidar quién era yo realmente. Dudaba de todo y de todos, y los fármacos me adormecían y me anulaban. Ahora sé que sin los medicamentos no hubiera llegado a recuperarme, pero por aquel entonces los odiaba, y cuando sabía que nadie me vigilaba, no me los tomaba.
Pero pasó lo peor. Un día me desperté y me sentí mínimamente yo, mínimamente como la persona que había sido siempre. Recuerdo que fui con mi madre y le hice una pregunta. Una pregunta sencilla pero que abarcaba la peor época de mi vida.
¿Qué me pasó?
Se sentó conmigo y me explicó con calma qué era un brote psicótico, por qué podría llegar a ocurrir y que yo había pasado por ello. Al verme así, un poco recuperada, las dos lloramos. Por fin veíamos la luz tras aquellos meses de oscuridad.
Después de ese día, tuve picos de ánimo. Recaía, mejoraba, todo era una montaña rusa en la que tan pronto estaba arriba como abajo. Pero finalmente me sacudí de encima los últimos retazos de la enfermedad.
Entonces, como me noté bien, abandoné la medicación. Error. Una terrible depresión cayó sobre mí. Me sentía inútil, sentía que no tenía lugar en el mundo y que nunca llegaría a ser la persona que yo quería ser.
Nunca volví a ser exactamente la misma persona después de aquello. Para mal, pero también para bien. Cierto que una desapasionada melancolía se adueñó de mí, y que me veía una persona débil, pero también me ayudó a conocer mis límites y mis miedos. Sacó a la luz cosas que llevaba enterradas en mi ser desde el día en que nací.
Yo abracé la depresión y la melancolía. Me hundí sobre mí misma y tomé el camino de la autocompasión. Nada importaba, nada valía la pena. Era una persona débil, inútil y estúpida, y no merecía nada bueno de este mundo.
Así viví, aletargada y depresiva casi un año de mi vida. Un año que cuento como perdido, pues entre que no recuerdo gran cosa y que apenas hice nada por mí misma, no puedo decir que fuera un tiempo bien vivido.
Hasta que un día, todo cambió. No puedo decir que fuera algo externo, es decir, no ocurrió nada en un día concreto que me hiciera ver la luz al final del túnel. No, fue algo interno, algo que nacía en el fondo de mi ser. Mi mente se dio cuenta de que no podía seguir así, que se tenía que acabar, y que debía volver a ser la persona que había sido.
Así que me sacudí las telarañas y empecé a poner de mi parte para salir del pozo en el que me había hundido. Hasta entonces solo me dejaba arrastrar por la marea, dispuesta a hundirme en el negro océano que me parecía la vida. Pero no, de repente un extraño instinto se apoderó de mí, y patalee y bracee hasta salir a la superficie y escupir toda el agua que anegaba mis pulmones.
Por supuesto, no lo hice yo sola. Acepté la ayuda de mis allegados, pero luché por mi cuenta también, contra mí misma, contra mi miedo y desesperación. Y resulta que gané la batalla.
Volvía a ser yo. Con mis defectos y mis miedos, pero yo otra vez.
Aún hoy en día no sé de dónde me vino la inspiración para luchar de nuevo. Y aún hoy en día encuentro personas que minimizan y en cierto modo desprecian mis esfuerzos.
Por desgracia, las enfermedades mentales no están bien vistas. A las personas que las sufrimos se nos cuelga la etiqueta de raros, poco aptos o débiles. Y es algo con lo que tendré que lidiar toda la vida. Aunque haya gente que no me comprenda, pocas personas he conocido que hayan pasado por algo parecido, y todas coincidimos en una cosa: que no se nos comprende al cien por cien.
Somos tildados de locos, pero tal vez seamos más cuerdos que nadie, pues sabemos que en la vida hay que pararse de vez en cuando y valorar todo el conjunto, qué va bien y qué va mal antes de romperse.
No me siento avergonzada, me siento orgullosa de mi lucha. Y de mi victoria. Y no importa cuántos vengan a decirme que no fue para tanto. Para mí lo fue, y podría llegarle a cualquier persona en cualquier momento, no importa cuán fuerte se sienta.
He perdido y he ganado. Me he superado. Y eso es lo que importa para mí.


Matar dragones

Me fascinaba la forma de su cabeza. Era suave y redondeada, un poquito picuda hacia la parte superior. Era todo belleza.
Se rapó el pelo tan pronto le diagnosticaron la enfermedad. Y estaba guapísima.
Sé que es una enfermedad muy dura, pero ella no lo hacía ver así. Desde el momento en el que relacionaron la palabra fatal con ella, una fuerza nueva surgió de su interior y se nos fue pegando a todos los que la rodeábamos.
Ella no lo hacía ver como algo pavoroso o de lo que estar asustado. Lo hacía ver como una nueva oportunidad de lucha, de superación, de renacer. Nunca la vi llorar ni compadecerse.
Una noche de esas en la que nos quedamos mirando a las estrellas, por que sí, porque nos apetecía, me dijo que iba a matar al dragón. Yo, extrañada, le pregunté que a qué dragón se refería. Y ella me respondió que mataría al dragón que habitaba en ella, que se había hecho dueño de su cuerpo sin su permiso. Sí, ese dragón, al que los médicos daban otro nombre, pero que era un dragón a la vieja usanza, de los que salen en los cuentos.
Un dragón que raptaba a la princesa contra su voluntad y luego tenía que ir un caballero a rescatarla. Solo que en su historia no hacía falta ningún caballero, y ella no era una princesa. Ese ser, que había hecho su nido en su pecho derecho, no sabía con quién se estaba metiendo. Pues ella era una guerrera, no una damisela en apuros.
Aun hoy no sé si se le ocurrió tal cosa así porque sí, o era una estrategia milimétricamente calculada. Nunca se lo pregunté, y no voy a preguntárselo ahora. Digo lo de la estrategia porque siempre fue ella la que no tuvo miedo. Y si lo tuvo, se cuidó mucho de no dejarlo traslucir ni un segundo. Por eso, me viene a la mente a veces que tal vez se inventó eso del dragón para nosotros, para que lo viéramos de otra forma y no nos sintiéramos tan mal.
Es extraordinaria. Es decir, ¿a qué persona le dan una noticia tan terrible, y es ella la que consuela a los que están a su alrededor? Recuerdo cuánto lloramos todos, pero ella no derramó una sola lágrima enfrente de nosotros. Siempre nos animó como si fuera otro el paciente, no ella.
Reía, hacía bromas y hablaba del dragón, mezclando en su mente y en las nuestras la fantasía y la realidad. Cuando se encontraba débil, decía que el bicho se estaba poniendo peleón, y que se aferraba a ella con más fuerza porque veía cercano su final. Ya le faltaba poco para cortar con su espada la cabeza de la bestia. Y entonces volvería a casa, y todos seríamos felices y comeríamos perdices.
Llegamos a pensar que no lo conseguiría, y que la vida perdería un poco de su luz cuando aquella mujer valiente cerrara los ojos por última vez a este mundo.
El dragón no solo era la enfermedad en sí. Era ese aura de miedo, esa sombra que se cierne sobre el que padece y sobre todos los que le quieren. Es esa fuerza oscura que se apodera de las almas de todos los afectados.
Pero ella nunca tuvo miedo. Identificó a su enemigo y lo combatió, física y mentalmente. No solo eso, se inmiscuyó en nuestras mentes y allí lo combatió también, haciéndonos creer que todo saldría bien, fuese como fuese.
Y además, cumplió su promesa. Mató al dragón.
La lucha fue ardua y le costó la extirpación de un pecho, pero lo había conseguido. Cuando el médico le dijo que todo, el tratamiento y la operación habían sido un éxito, que por fin estaba libre de ese peso, lloró de alegría. Fue la única vez que la vi llorar al respecto. Pero fue un llanto alegre, acompañado de una risa clara y cristalina. Entonces se giró hacia mí, y vi en sus ojos toda la vida que nos quedaba por delante, juntas.
Y ahora, donde antes estaba su pecho, luce orgullosa un tatuaje. Un tatuaje que representa un dragón enrollado sobre sí mismo, y una princesa guerrera con una espada, a punto de asestar el golpe final.
Y es que la vida está plagada de dragones, da igual de que tipo sean. Lo que el mundo necesita, son guerreros y guerreras, que estén dispuestos a no rendirse, a alzar sus espadas, brillantes a la luz del sol, y asestar la estocada final.
Da igual cuánto dure la lucha, o lo ardua que sea. Hay que luchar.

Hay que matar dragones.

Aquella que camina sobre las aguas

Era él un hombre sencillo y normal. Tenía la piel bronceada por el sol y el salitre y los ojos azules como el mar que era su sustento. Las redes de pesca le habían encallecido las manos desde pequeño y no había recoveco que escapase de su conocimiento en la bahía que había sido su hogar desde que nació.
Se había criado en corriendo en aquellas calles de casas pintadas de blanco y de adoquines desgastados, saltando en la blanca arena, mientras su padre le enseñaba el que sería su oficio.
Si, aquel era su hogar. Conocía a todas y cada una de las personas que allí habitaban por su nombre, se sabía de memoria cada esquina, cada cala, cada roca.
Y, aunque era feliz, su alma se agitaba inquieta. Ansiaba algo más. Sus ojos, que habían visto tantos amaneceres en alta mar, ansiaban ver mundo, ver cosas maravillosas e increíbles. Sus manos, bastas y trabajadoras, ansiaban tocar los más bellos terciopelos, sostener objetos desconocidos para él.
Pero sobre todo, su corazón se revolvía en su pecho de deseo. Deseaba notar el latido desbocado, experimentar sensaciones indescriptibles y conocer el dulce dolor de la locura por amor.
Ansiaba, ansiaba algo a lo que no sabía poner nombre. Pero cómo lo deseaba.
Y todo eso, una noche de luna llena, le fue dado.
Era ya noche cerrada y el pueblo dormía, pero él no podía hacerlo. Desvelado, decidió levantarse a dar un paseo por la orilla del mar. Y es que, a pesar de pasarse los días embarcado, nunca se aburría de su inmenso compañero de fatigas. Le hacía sentirse pequeño, insignificante… humano.
La fría arena acariciaba sus pies descalzos y su mente daba vueltas sin sentido cuando un destello apenas percibido por el rabillo de su ojo le llamó la atención.
Dirigió la vista en busca de aquello que había llamado su atención y se quedó sin habla.
Una joven bailaba. La joven más hermosa que había visto jamás.
De largos cabellos claros, blancos y brillantes como cascadas de luz de luna. Su piel era tersa y clara como porcelana, sin una sola marca. De cuerpo pequeño y esbelto, contorneaba su silueta al son de una música inaudible, estirando sus miembros con gracilidad y belleza, ataviada con un fino vestido que revoloteaba en la brisa y danzaba con ella, como si fuera una extensión más de sí misma.
Pero eso no era todo.
Lo que le quitó la razón no era solo la hermosura de aquella mujer. Era el hecho de que bailaba sobre las aguas.
Sus diminutos pies saltaban y brincaban sobre las olas en mitad de la bahía. Daba la impresión de que flotaba como una nube sobre las olas, sin rozarlas apenas. Se ponía de puntillas y saltaba como si el agua fuese el más bello escenario jamás concebido.
Aquella visión le robó los sentidos. Encandilado y extrañado, no se dio cuenta de en qué momento empezó a andar hacia ella, hasta que sus pies chapotearon en la orilla.
Al oír el ruido, la mujer detuvo bruscamente su danza y lo miró. En su rostro se dibujó el miedo, y echando a correr en dirección contraria, se zambulló de pronto en el mar y desapareció.
El hombre, sorprendido, se frotó los ojos, sin saber si lo que había visto era real de verdad o era producto de un sueño.
Aquella visión lo obsesionó.
Cada noche volvía de nuevo a la bahía, con la esperanza de ver de nuevo a la joven que danzaba sobre las aguas. Hasta que, por fin una nueva noche de luna llena, apareció.
Al principio, su cabeza se alzó entre las olas y oteó el horizonte. Pero al verlo a él sentado en la playa se zambulló de nuevo.
Presuroso, se puso en pie y se aproximó a la orilla.
-No temas. No voy a hacerte daño- gritó hacia el mar.
Cuando ya empezaba a pensar que se había ido, su cabeza asomó de nuevo entre las aguas.
-Ven, por favor. No temas, no quiero dañarte ni pedirte nada. Tan solo que me permitas disfrutar de tu danza como la otra noche.
Ella se quedó un instante un instante observándolo, perlo luego empezó a mostrarse. Sacó los brazos y se aupó sobre las olas como si estas fueran sólidas como la piedra y se quedó allí de pie, observándolo en la distancia. Tanto su cabello como su vestido estaban completamente secos.
-¿Cuál es tu nombre?- preguntó él.
-No tengo- contestó en un susurro apenas audible.
-¿Quién eres?
-Soy aquella que camina sobre las aguas.
-¿Por qué huiste de mi la otra noche?
-Porque sentí miedo. Los hombres suelen temer aquello que no comprenden. Y tratan de hacerme daño por ser diferente.
-Juro por mi vida que nunca te dañaré.
Se quedaron un rato en silencio, observándose el uno al otro.
-¿Juras que no me dañarás?
-Lo he jurado.
-¿Por qué quieres verme bailar?
-Porque es lo más hermoso que he visto en la vida. Cuando bailas, mi alma se sosiega y se agita inquieta a la vez. Sé que no volveré a ver nada igual aunque viva mil años.
Ella lo miró intensamente, y él, a pesar de la distancia, notó su rubor.
-¿Quién eres?
-Una pregunta de difícil respuesta. ¿Quién soy? No lo sé. Me han llamado muchas cosas a lo largo del tiempo. Bruja, demonio, hada, sirena… no creo haber sido nunca ninguna, pero tal vez podría serlas todas a la vez.
-¿Cómo puedes caminar sobre el mar?
-Nací en él y de él. Es mi vida y mi sustento, no puedo abandonar su caricia o no sobreviviré.
-¿Y no hay forma alguna de que pises tierra firme? Quiero estar cerca de ti...
Al oír estas palabras, ella se acercó hasta quedar a escasos metros de la orilla. Aún se mantenía sobre el agua, las olas rompientes le acariciaban los tobillos.
-Eso no es todo. Quieres estar cerca, pero, ¿Por qué? ¿Acaso me amas?
-Te amo de forma tan intensa, tan verdadera, que nunca me creí capaz de experimentar un sentimiento así.
No supo por qué contestó aquello, pero desde lo más hondo de su ser sabía que era verdad.
-Recuerda que yo soy aquella que camina sobre las aguas. No hay ninguna como yo sobre este mundo. Por lo tanto, mi amor cuesta un precio.
-Dime cual es y lo pagaré. Pidas lo que pidas.
-Hay tres cosas que deseo fervientemente. Si me las das, seré tuya.
-Cualquier cosa que pidas, te la daré.
-Mide tus palabras. Tal vez mi precio sea demasiado elevado para ti.
-No lo será. ¿Qué es lo que deseas?
-Lo primero es un objeto amado. Deseo poseer algo que sea imprescindible para ti, un objeto del que nunca imaginarías desprenderte. Como prueba de tu amor, deseo que entregues el objeto que más ames.
Instintivamente, él se llevó la mano al cuello. En una cadena de oro colgaba el objeto del que hablaba la dama… un anillo.
Se trataba del anillo que su difunta madre había depositado con cariño en la palma de su mano justo antes de fallecer. Aquel anillo había significado mucho para ella, pues era la alianza de boda que su amado le había regalado.
Aquel anillo lo era todo para él. Era más que un objeto, era un vínculo. Un vínculo que lo unía con su madre allá donde estuviese. Desde aquel día lo llevaba siempre encima a todas partes, nunca se separaba de él.
Y, a pesar de todo, no lo dudó. Arrancó la cadena de oro y se adentró en el vaivén de las suaves olas.
Temía que ella se alejara, pero no lo hizo. Simplemente se limitó a extender una mano, sobre la que él dejó caer suavemente el anillo. No tocó su mano, pues temía que aquel gesto la molestase.
Ella observó el anillo, lo liberó de la cadena de oro, que dejó caer al agua, y lo colocó en su dedo anular.
-Puedo sentirlo. Irradia amor y cariño… puedo ver un recuerdo poderoso grabado en el, una alianza con alguien que ya no está. Has cumplido el primer encargo con creces. Ahora que me has entregado esto, sé que puedo confiar en ti.
-¿Qué más he de hacer?
-Lo segundo que quiero es algo que me fue robado. Quiero que muestres no solo tu amor, si no tu disposición a protegerme de todo mal.
-Lo haré, ¿De qué objeto se trata?
-Verás. Un año atrás unas redes de pesca envolvieron mi cuerpo por un descuido. Luché y conseguí librarme, más un objeto muy preciado para mi quedó prendado en ellas. Algo que los humanos denomináis collar. Recuerdo la humillación y la ira que sentí. Y recuerdo un barco. Un barco modesto y destartalado, y un hombre con el cabello anaranjado como el atardecer en la bahía.
Él sabía de qué objeto se trataba. Lo había visto. Lo conocía bien. Y sabía de qué hombre hablaba.
Se trataba de un pescador venido de tierras lejanas por motivos desconocidos para todos. Había muchos y variados rumores sobre qué era lo que lo había traído hasta la bahía. Pero eso no venía al caso.
Recordaba que, hacía más o menos un año, dicho pescador se encontró con sus redes salvajemente destrozadas y un objeto curioso enredado en ellas.
Se trataba del collar más hermoso jamás visto por ninguno. Hecho de perlas de un extraño color azulado, que iban de menor a mayor hasta su centro, coronaba dicho centro la concha marina más hermosa que uno podía imaginar, también de un tono azulado.
-Sé bien de qué me hablas. Te lo traeré esta misma noche.
-De acuerdo pues. Esperaré tu regreso- dijo sumergiéndose de nuevo en el agua.
Entonces, en la soledad, él dudó por un instante. Estaba claro que aquel hombre no iba a darle el collar. Había recibido ofertas de dinero desorbitantes por él y aún así había decidido conservarlo.
Si quería hacerse con él… debía robárselo.
Pero la duda duró solo un instante. Apenas acababa de irse y ya la echaba en falta. Necesitaba estar con ella. Así que se encaminó a la casa del hombre. Esperó a que las luces se apagaran y con sigilo, forzó la puerta para poder entrar. Rebuscó por la casa sin éxito, hasta que solo quedó un lugar posible, la habitación donde el hombre dormía. Pero no sería fácil, ¿cómo iba a poder buscar sin despertarlo?
Entonces, encontró un remo, y decidió en el acto qué hacer. Entró sin vacilar en la habitación y descargó un duro golpe sobre la cabeza del hombre que aún no se había despertado. El miedo lo embargó por un instante. ¿Qué había hecho? ¿Qué estaba haciendo? ¿Y si lo había matado?
Entonces el hombre soltó un gruñido y su pecho se movió. Seguía vivo.
La adrenalina recorrió su cuerpo, así como el miedo. Pero el miedo duró solo un instante. La imperiosa necesidad de ver de nuevo a la caminante de las aguas le quemaba por dentro. Buscó y buscó, pero no lo encontró por ninguna parte. Hasta que escuchó un ruido.
Al principio pensó que era solo su imaginación, hasta que se volvió más y más fuerte. Provenía de una tabla en el suelo. Sonaba al rumor de las olas, al viento sobre el mar. Al acercarse a la tabla pareció empezar a oler a salitre, a marea. Con avidez, retiró la tabla, que estaba suelta, y allí lo encontró. Sintió una gran euforia y echó a correr de nuevo a la orilla del mar.
Ella ya estaba allí, esperándolo.
-Pensé que no vendrías.
-Por supuesto que he venido. Anhelo el poder verte cada instante. Me he propuesto que me des tu amor y haré cualquier cosa por el- dijo tendiéndole el colgante.
Ella se acercó lo máximo que pudo a la orilla y se detuvo.
-Ven.
Y él fue sin dudar.
-Pónmelo.
Y se lo puso. Con suma delicadeza. Disfrutó del roce con su fría piel. Y ella le sonrió.
-Gracias. Lo echaba mucho de menos.
Así, tan cerca, él no pudo resistirlo. Acercó su boca a la de ella, pero la caminante se apartó en el acto y se alejó de él.
-Aún no. Aún debes cumplir mi último encargo.
-Por… por supuesto.
-La última cosa es la recompensa por un agravio. Hay un hombre en tu aldea que me deshonró. Tú lo conoces, es el viejo ciego que vive en lo alto del acantilado, en una casa solitaria. Antes que tú, muchos años antes que tú, él también optó por mi amor. Y me traicionó. Quiero que demuestres que me amas sobre todas las cosas con este encargo. Por encima de la moral. Por encima del bien y del mal.
-¿Qué deseas que haga?
-Quiero que me traigas su corazón.
Entonces sintió miedo. Miedo de ella. ¿Acaso le pedía de veras que matara deliberadamente a un hombre? La vio de  nuevo, pero esta vez vio algo más en ella. Algo aterrador.
Entonces, echó a correr. Quería huir, de ella, del mar, de la idea que corrompía su alma. Porque la idea de dar muerte a aquel hombre por ella se extendía por su cerebro como una enfermedad.
Gritó de frustración, lloró de impotencia, tembló de miedo… y cuando se serenó, ya no era él mismo. Algo había cambiado en su interior.
Amar sobre todas las cosas. Por encima del bien y del mal. Por encima de la moral.
Se encaminó a la casa del viejo ciego.
Entró con decisión. Estaba ido, como poseído.
El viejo lo esperaba. Dirigió sus ojos inertes hacia él como si pudiera verlo y sonrió con desdén.
-Sé por qué estás aquí. Puedo sentirla. Puedo oler su aroma en tu piel. Y también sé qué te ha pedido. A mí me pidió lo mismo muchos años atrás.
Él se quedó sorprendido y recuperó la razón por un momento al oír aquellas palabras.
-No pongas esa cara de idiota. Sé lo que te propones. Sé cuáles son sus demandas. Un objeto amado, un objeto robado… y una vida. Estás a tiempo de huir, de salvar tu alma. Porque créeme, si vas con ella… no habrá salvación para ti.
Él dudó.
Estaba a punto de amanecer y la caminante de las aguas estaba a punto de marcharse cuando él apareció en la bahía.
Venía ido, pero calmado. Su mirada estaba vacía y su cara inexpresiva.
En sus manos ensangrentadas portaba delicadamente un corazón humano.
Entró en el agua, sin vacilar. Caminó hasta llegar a ella y, con el agua al pecho le tendió lo que llevaba en las manos. Ella descendió, hundiéndose en el agua hasta llegar a su nivel y lo tomó de sus manos.
Olió el miembro amputado, lamió la sangre y ante la mirada inexpresiva del hombre lo devoró, dejando a la vista una larga hilera de dientes afilados como cuchillas.
-Has cumplido todas mis demandas. Esta era su carne, su sangre. Tenía su olor, su esencia en cada fibra. El agravio está compensado. Dime…
Y lo miró a los ojos. Pero los ojos de ella ya no eran ojos. Eran dos pozos de negrura insondable.
-.. ¿Quieres venir conmigo? ¿Deseas mi amor?
-… lo deseo…- dijo en un susurro.
Ella lo rodeó entre sus brazos y lo besó profundamente, mientras lo arrastraba a las profundidades del mar sin que él opusiera resistencia.
Nunca más se supo de aquel hombre. Jamás se encontró rastro alguno de él.
Pero muchos, muchos años después, en aquella misma cala, un hombre solitario, en una noche de luna llena, vio a una extraña y hermosa joven bailar sobre el agua.

Y quedó prendado de ella.

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