Historias largas
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Todo va por dentro
No sé decir cuándo vi la primera sombra, o cuando escuché la
primera voz que no provenía de ninguna parte. Sólo sé que cuando por fin pedí
ayuda ya era demasiado tarde.
La enfermedad ya se había adueñado de mi mente, y veía y oía
cosas que no estaban ahí, pero para mí eran de lo más real.
Aun siendo atea, llegué a escuchar la voz de un Dios en el
que no creía. Y sus palabras me llevaron a la desesperación. Hasta tal punto
que pensé que debía acabar con mi vida. Fue tan real, que aun hoy en día, en
momentos bajos, dudo de si fueron verdaderas.
Supongo que el peor enemigo puede llegar a ser uno mismo, ya
que conocemos nuestras debilidades y puntos flacos a la perfección, y sabemos
qué cosas nos pueden doler más, cuales desequilibrarnos por completo y cuáles arrasar
nuestras convicciones como tornados.
Durante esa temporada, que no recuerdo bien, llegué a
olvidar quién era yo realmente. Dudaba de todo y de todos, y los fármacos me
adormecían y me anulaban. Ahora sé que sin los medicamentos no hubiera llegado
a recuperarme, pero por aquel entonces los odiaba, y cuando sabía que nadie me
vigilaba, no me los tomaba.
Pero pasó lo peor. Un día me desperté y me sentí mínimamente
yo, mínimamente como la persona que había sido siempre. Recuerdo que fui con mi
madre y le hice una pregunta. Una pregunta sencilla pero que abarcaba la peor
época de mi vida.
¿Qué me pasó?
Se sentó conmigo y me explicó con calma qué era un brote
psicótico, por qué podría llegar a ocurrir y que yo había pasado por ello. Al
verme así, un poco recuperada, las dos lloramos. Por fin veíamos la luz tras
aquellos meses de oscuridad.
Después de ese día, tuve picos de ánimo. Recaía, mejoraba,
todo era una montaña rusa en la que tan pronto estaba arriba como abajo. Pero
finalmente me sacudí de encima los últimos retazos de la enfermedad.
Entonces, como me noté bien, abandoné la medicación. Error.
Una terrible depresión cayó sobre mí. Me sentía inútil, sentía que no tenía
lugar en el mundo y que nunca llegaría a ser la persona que yo quería ser.
Nunca volví a ser exactamente la misma persona después de
aquello. Para mal, pero también para bien. Cierto que una desapasionada
melancolía se adueñó de mí, y que me veía una persona débil, pero también me
ayudó a conocer mis límites y mis miedos. Sacó a la luz cosas que llevaba
enterradas en mi ser desde el día en que nací.
Yo abracé la depresión y la melancolía. Me hundí sobre mí
misma y tomé el camino de la autocompasión. Nada importaba, nada valía la pena.
Era una persona débil, inútil y estúpida, y no merecía nada bueno de este
mundo.
Así viví, aletargada y depresiva casi un año de mi vida. Un
año que cuento como perdido, pues entre que no recuerdo gran cosa y que apenas
hice nada por mí misma, no puedo decir que fuera un tiempo bien vivido.
Hasta que un día, todo cambió. No puedo decir que fuera algo
externo, es decir, no ocurrió nada en un día concreto que me hiciera ver la luz
al final del túnel. No, fue algo interno, algo que nacía en el fondo de mi ser.
Mi mente se dio cuenta de que no podía seguir así, que se tenía que acabar, y
que debía volver a ser la persona que había sido.
Así que me sacudí las telarañas y empecé a poner de mi parte
para salir del pozo en el que me había hundido. Hasta entonces solo me dejaba
arrastrar por la marea, dispuesta a hundirme en el negro océano que me parecía
la vida. Pero no, de repente un extraño instinto se apoderó de mí, y patalee y
bracee hasta salir a la superficie y escupir toda el agua que anegaba mis
pulmones.
Por supuesto, no lo hice yo sola. Acepté la ayuda de mis
allegados, pero luché por mi cuenta también, contra mí misma, contra mi miedo y
desesperación. Y resulta que gané la batalla.
Volvía a ser yo. Con mis defectos y mis miedos, pero yo otra
vez.
Aún hoy en día no sé de dónde me vino la inspiración para luchar
de nuevo. Y aún hoy en día encuentro personas que minimizan y en cierto modo
desprecian mis esfuerzos.
Por desgracia, las enfermedades mentales no están bien
vistas. A las personas que las sufrimos se nos cuelga la etiqueta de raros,
poco aptos o débiles. Y es algo con lo que tendré que lidiar toda la vida.
Aunque haya gente que no me comprenda, pocas personas he conocido que hayan
pasado por algo parecido, y todas coincidimos en una cosa: que no se nos
comprende al cien por cien.
Somos tildados de locos, pero tal vez seamos más cuerdos que
nadie, pues sabemos que en la vida hay que pararse de vez en cuando y valorar
todo el conjunto, qué va bien y qué va mal antes de romperse.
No me siento avergonzada, me siento orgullosa de mi lucha. Y
de mi victoria. Y no importa cuántos vengan a decirme que no fue para tanto.
Para mí lo fue, y podría llegarle a cualquier persona en cualquier momento, no
importa cuán fuerte se sienta.
He perdido y he ganado. Me he superado. Y eso es lo que
importa para mí.
Matar dragones
Me fascinaba la forma de su cabeza. Era suave y redondeada,
un poquito picuda hacia la parte superior. Era todo belleza.
Se rapó el pelo tan pronto le diagnosticaron la enfermedad.
Y estaba guapísima.
Sé que es una enfermedad muy dura, pero ella no lo hacía ver
así. Desde el momento en el que relacionaron la palabra fatal con ella, una
fuerza nueva surgió de su interior y se nos fue pegando a todos los que la
rodeábamos.
Ella no lo hacía ver como algo pavoroso o de lo que estar
asustado. Lo hacía ver como una nueva oportunidad de lucha, de superación, de
renacer. Nunca la vi llorar ni compadecerse.
Una noche de esas en la que nos quedamos mirando a las
estrellas, por que sí, porque nos apetecía, me dijo que iba a matar al dragón.
Yo, extrañada, le pregunté que a qué dragón se refería. Y ella me respondió que
mataría al dragón que habitaba en ella, que se había hecho dueño de su cuerpo
sin su permiso. Sí, ese dragón, al que los médicos daban otro nombre, pero que
era un dragón a la vieja usanza, de los que salen en los cuentos.
Un dragón que raptaba a la princesa contra su voluntad y
luego tenía que ir un caballero a rescatarla. Solo que en su historia no hacía
falta ningún caballero, y ella no era una princesa. Ese ser, que había hecho su
nido en su pecho derecho, no sabía con quién se estaba metiendo. Pues ella era
una guerrera, no una damisela en apuros.
Aun hoy no sé si se le ocurrió tal cosa así porque sí, o era
una estrategia milimétricamente calculada. Nunca se lo pregunté, y no voy a
preguntárselo ahora. Digo lo de la estrategia porque siempre fue ella la que no
tuvo miedo. Y si lo tuvo, se cuidó mucho de no dejarlo traslucir ni un segundo.
Por eso, me viene a la mente a veces que tal vez se inventó eso del dragón para
nosotros, para que lo viéramos de otra forma y no nos sintiéramos tan mal.
Es extraordinaria. Es decir, ¿a qué persona le dan una
noticia tan terrible, y es ella la que consuela a los que están a su alrededor?
Recuerdo cuánto lloramos todos, pero ella no derramó una sola lágrima enfrente
de nosotros. Siempre nos animó como si fuera otro el paciente, no ella.
Reía, hacía bromas y hablaba del dragón, mezclando en su
mente y en las nuestras la fantasía y la realidad. Cuando se encontraba débil,
decía que el bicho se estaba poniendo peleón, y que se aferraba a ella con más
fuerza porque veía cercano su final. Ya le faltaba poco para cortar con su
espada la cabeza de la bestia. Y entonces volvería a casa, y todos seríamos
felices y comeríamos perdices.
Llegamos a pensar que no lo conseguiría, y que la vida
perdería un poco de su luz cuando aquella mujer valiente cerrara los ojos por
última vez a este mundo.
El dragón no solo era la enfermedad en sí. Era ese aura de
miedo, esa sombra que se cierne sobre el que padece y sobre todos los que le
quieren. Es esa fuerza oscura que se apodera de las almas de todos los
afectados.
Pero ella nunca tuvo miedo. Identificó a su enemigo y lo
combatió, física y mentalmente. No solo eso, se inmiscuyó en nuestras mentes y
allí lo combatió también, haciéndonos creer que todo saldría bien, fuese como
fuese.
Y además, cumplió su promesa. Mató al dragón.
La lucha fue ardua y le costó la extirpación de un pecho,
pero lo había conseguido. Cuando el médico le dijo que todo, el tratamiento y
la operación habían sido un éxito, que por fin estaba libre de ese peso, lloró
de alegría. Fue la única vez que la vi llorar al respecto. Pero fue un llanto
alegre, acompañado de una risa clara y cristalina. Entonces se giró hacia mí, y
vi en sus ojos toda la vida que nos quedaba por delante, juntas.
Y ahora, donde antes estaba su pecho, luce orgullosa un tatuaje.
Un tatuaje que representa un dragón enrollado sobre sí mismo, y una princesa
guerrera con una espada, a punto de asestar el golpe final.
Y es que la vida está plagada de dragones, da igual de que
tipo sean. Lo que el mundo necesita, son guerreros y guerreras, que estén
dispuestos a no rendirse, a alzar sus espadas, brillantes a la luz del sol, y
asestar la estocada final.
Da igual cuánto dure la lucha, o lo ardua que sea. Hay que
luchar.
Hay que matar dragones.
Aquella que camina sobre las aguas
Era
él un hombre sencillo y normal. Tenía la piel bronceada por el sol y el salitre
y los ojos azules como el mar que era su sustento. Las redes de pesca le habían
encallecido las manos desde pequeño y no había recoveco que escapase de su
conocimiento en la bahía que había sido su hogar desde que nació.
Se
había criado en corriendo en aquellas calles de casas pintadas de blanco y de
adoquines desgastados, saltando en la blanca arena, mientras su padre le
enseñaba el que sería su oficio.
Si,
aquel era su hogar. Conocía a todas y cada una de las personas que allí
habitaban por su nombre, se sabía de memoria cada esquina, cada cala, cada
roca.
Y,
aunque era feliz, su alma se agitaba inquieta. Ansiaba algo más. Sus ojos, que
habían visto tantos amaneceres en alta mar, ansiaban ver mundo, ver cosas
maravillosas e increíbles. Sus manos, bastas y trabajadoras, ansiaban tocar los
más bellos terciopelos, sostener objetos desconocidos para él.
Pero
sobre todo, su corazón se revolvía en su pecho de deseo. Deseaba notar el
latido desbocado, experimentar sensaciones indescriptibles y conocer el dulce
dolor de la locura por amor.
Ansiaba,
ansiaba algo a lo que no sabía poner nombre. Pero cómo lo deseaba.
Y
todo eso, una noche de luna llena, le fue dado.
Era
ya noche cerrada y el pueblo dormía, pero él no podía hacerlo. Desvelado,
decidió levantarse a dar un paseo por la orilla del mar. Y es que, a pesar de
pasarse los días embarcado, nunca se aburría de su inmenso compañero de
fatigas. Le hacía sentirse pequeño, insignificante… humano.
La
fría arena acariciaba sus pies descalzos y su mente daba vueltas sin sentido
cuando un destello apenas percibido por el rabillo de su ojo le llamó la
atención.
Dirigió
la vista en busca de aquello que había llamado su atención y se quedó sin
habla.
Una
joven bailaba. La joven más hermosa que había visto jamás.
De
largos cabellos claros, blancos y brillantes como cascadas de luz de luna. Su
piel era tersa y clara como porcelana, sin una sola marca. De cuerpo pequeño y
esbelto, contorneaba su silueta al son de una música inaudible, estirando sus
miembros con gracilidad y belleza, ataviada con un fino vestido que revoloteaba
en la brisa y danzaba con ella, como si fuera una extensión más de sí misma.
Pero
eso no era todo.
Lo
que le quitó la razón no era solo la hermosura de aquella mujer. Era el hecho
de que bailaba sobre las aguas.
Sus
diminutos pies saltaban y brincaban sobre las olas en mitad de la bahía. Daba
la impresión de que flotaba como una nube sobre las olas, sin rozarlas apenas.
Se ponía de puntillas y saltaba como si el agua fuese el más bello escenario
jamás concebido.
Aquella
visión le robó los sentidos. Encandilado y extrañado, no se dio cuenta de en
qué momento empezó a andar hacia ella, hasta que sus pies chapotearon en la
orilla.
Al
oír el ruido, la mujer detuvo bruscamente su danza y lo miró. En su rostro se
dibujó el miedo, y echando a correr en dirección contraria, se zambulló de
pronto en el mar y desapareció.
El
hombre, sorprendido, se frotó los ojos, sin saber si lo que había visto era
real de verdad o era producto de un sueño.
Aquella
visión lo obsesionó.
Cada
noche volvía de nuevo a la bahía, con la esperanza de ver de nuevo a la joven
que danzaba sobre las aguas. Hasta que, por fin una nueva noche de luna llena,
apareció.
Al
principio, su cabeza se alzó entre las olas y oteó el horizonte. Pero al verlo
a él sentado en la playa se zambulló de nuevo.
Presuroso,
se puso en pie y se aproximó a la orilla.
-No
temas. No voy a hacerte daño- gritó hacia el mar.
Cuando
ya empezaba a pensar que se había ido, su cabeza asomó de nuevo entre las
aguas.
-Ven,
por favor. No temas, no quiero dañarte ni pedirte nada. Tan solo que me
permitas disfrutar de tu danza como la otra noche.
Ella
se quedó un instante un instante observándolo, perlo luego empezó a mostrarse.
Sacó los brazos y se aupó sobre las olas como si estas fueran sólidas como la
piedra y se quedó allí de pie, observándolo en la distancia. Tanto su cabello
como su vestido estaban completamente secos.
-¿Cuál
es tu nombre?- preguntó él.
-No
tengo- contestó en un susurro apenas audible.
-¿Quién
eres?
-Soy
aquella que camina sobre las aguas.
-¿Por
qué huiste de mi la otra noche?
-Porque
sentí miedo. Los hombres suelen temer aquello que no comprenden. Y tratan de
hacerme daño por ser diferente.
-Juro
por mi vida que nunca te dañaré.
Se
quedaron un rato en silencio, observándose el uno al otro.
-¿Juras
que no me dañarás?
-Lo
he jurado.
-¿Por
qué quieres verme bailar?
-Porque
es lo más hermoso que he visto en la vida. Cuando bailas, mi alma se sosiega y
se agita inquieta a la vez. Sé que no volveré a ver nada igual aunque viva mil
años.
Ella
lo miró intensamente, y él, a pesar de la distancia, notó su rubor.
-¿Quién
eres?
-Una
pregunta de difícil respuesta. ¿Quién soy? No lo sé. Me han llamado muchas
cosas a lo largo del tiempo. Bruja, demonio, hada, sirena… no creo haber sido
nunca ninguna, pero tal vez podría serlas todas a la vez.
-¿Cómo
puedes caminar sobre el mar?
-Nací
en él y de él. Es mi vida y mi sustento, no puedo abandonar su caricia o no
sobreviviré.
-¿Y
no hay forma alguna de que pises tierra firme? Quiero estar cerca de ti...
Al
oír estas palabras, ella se acercó hasta quedar a escasos metros de la orilla.
Aún se mantenía sobre el agua, las olas rompientes le acariciaban los tobillos.
-Eso
no es todo. Quieres estar cerca, pero, ¿Por qué? ¿Acaso me amas?
-Te
amo de forma tan intensa, tan verdadera, que nunca me creí capaz de
experimentar un sentimiento así.
No
supo por qué contestó aquello, pero desde lo más hondo de su ser sabía que era
verdad.
-Recuerda
que yo soy aquella que camina sobre las aguas. No hay ninguna como yo sobre
este mundo. Por lo tanto, mi amor cuesta un precio.
-Dime
cual es y lo pagaré. Pidas lo que pidas.
-Hay
tres cosas que deseo fervientemente. Si me las das, seré tuya.
-Cualquier
cosa que pidas, te la daré.
-Mide
tus palabras. Tal vez mi precio sea demasiado elevado para ti.
-No
lo será. ¿Qué es lo que deseas?
-Lo
primero es un objeto amado. Deseo poseer algo que sea imprescindible para ti,
un objeto del que nunca imaginarías desprenderte. Como prueba de tu amor, deseo
que entregues el objeto que más ames.
Instintivamente,
él se llevó la mano al cuello. En una cadena de oro colgaba el objeto del que
hablaba la dama… un anillo.
Se
trataba del anillo que su difunta madre había depositado con cariño en la palma
de su mano justo antes de fallecer. Aquel anillo había significado mucho para
ella, pues era la alianza de boda que su amado le había regalado.
Aquel
anillo lo era todo para él. Era más que un objeto, era un vínculo. Un vínculo
que lo unía con su madre allá donde estuviese. Desde aquel día lo llevaba
siempre encima a todas partes, nunca se separaba de él.
Y,
a pesar de todo, no lo dudó. Arrancó la cadena de oro y se adentró en el vaivén
de las suaves olas.
Temía
que ella se alejara, pero no lo hizo. Simplemente se limitó a extender una
mano, sobre la que él dejó caer suavemente el anillo. No tocó su mano, pues
temía que aquel gesto la molestase.
Ella
observó el anillo, lo liberó de la cadena de oro, que dejó caer al agua, y lo
colocó en su dedo anular.
-Puedo
sentirlo. Irradia amor y cariño… puedo ver un recuerdo poderoso grabado en el,
una alianza con alguien que ya no está. Has cumplido el primer encargo con
creces. Ahora que me has entregado esto, sé que puedo confiar en ti.
-¿Qué
más he de hacer?
-Lo
segundo que quiero es algo que me fue robado. Quiero que muestres no solo tu
amor, si no tu disposición a protegerme de todo mal.
-Lo
haré, ¿De qué objeto se trata?
-Verás.
Un año atrás unas redes de pesca envolvieron mi cuerpo por un descuido. Luché y
conseguí librarme, más un objeto muy preciado para mi quedó prendado en ellas.
Algo que los humanos denomináis collar. Recuerdo la humillación y la ira que
sentí. Y recuerdo un barco. Un barco modesto y destartalado, y un hombre con el
cabello anaranjado como el atardecer en la bahía.
Él
sabía de qué objeto se trataba. Lo había visto. Lo conocía bien. Y sabía de qué
hombre hablaba.
Se
trataba de un pescador venido de tierras lejanas por motivos desconocidos para
todos. Había muchos y variados rumores sobre qué era lo que lo había traído
hasta la bahía. Pero eso no venía al caso.
Recordaba
que, hacía más o menos un año, dicho pescador se encontró con sus redes
salvajemente destrozadas y un objeto curioso enredado en ellas.
Se
trataba del collar más hermoso jamás visto por ninguno. Hecho de perlas de un
extraño color azulado, que iban de menor a mayor hasta su centro, coronaba
dicho centro la concha marina más hermosa que uno podía imaginar, también de un
tono azulado.
-Sé
bien de qué me hablas. Te lo traeré esta misma noche.
-De
acuerdo pues. Esperaré tu regreso- dijo sumergiéndose de nuevo en el agua.
Entonces,
en la soledad, él dudó por un instante. Estaba claro que aquel hombre no iba a
darle el collar. Había recibido ofertas de dinero desorbitantes por él y aún
así había decidido conservarlo.
Si
quería hacerse con él… debía robárselo.
Pero
la duda duró solo un instante. Apenas acababa de irse y ya la echaba en falta.
Necesitaba estar con ella. Así que se encaminó a la casa del hombre. Esperó a
que las luces se apagaran y con sigilo, forzó la puerta para poder entrar.
Rebuscó por la casa sin éxito, hasta que solo quedó un lugar posible, la
habitación donde el hombre dormía. Pero no sería fácil, ¿cómo iba a poder
buscar sin despertarlo?
Entonces,
encontró un remo, y decidió en el acto qué hacer. Entró sin vacilar en la
habitación y descargó un duro golpe sobre la cabeza del hombre que aún no se
había despertado. El miedo lo embargó por un instante. ¿Qué había hecho? ¿Qué
estaba haciendo? ¿Y si lo había matado?
Entonces
el hombre soltó un gruñido y su pecho se movió. Seguía vivo.
La
adrenalina recorrió su cuerpo, así como el miedo. Pero el miedo duró solo un
instante. La imperiosa necesidad de ver de nuevo a la caminante de las aguas le
quemaba por dentro. Buscó y buscó, pero no lo encontró por ninguna parte. Hasta
que escuchó un ruido.
Al
principio pensó que era solo su imaginación, hasta que se volvió más y más
fuerte. Provenía de una tabla en el suelo. Sonaba al rumor de las olas, al
viento sobre el mar. Al acercarse a la tabla pareció empezar a oler a salitre,
a marea. Con avidez, retiró la tabla, que estaba suelta, y allí lo encontró.
Sintió una gran euforia y echó a correr de nuevo a la orilla del mar.
Ella
ya estaba allí, esperándolo.
-Pensé
que no vendrías.
-Por
supuesto que he venido. Anhelo el poder verte cada instante. Me he propuesto
que me des tu amor y haré cualquier cosa por el- dijo tendiéndole el colgante.
Ella
se acercó lo máximo que pudo a la orilla y se detuvo.
-Ven.
Y
él fue sin dudar.
-Pónmelo.
Y
se lo puso. Con suma delicadeza. Disfrutó del roce con su fría piel. Y ella le
sonrió.
-Gracias.
Lo echaba mucho de menos.
Así,
tan cerca, él no pudo resistirlo. Acercó su boca a la de ella, pero la
caminante se apartó en el acto y se alejó de él.
-Aún
no. Aún debes cumplir mi último encargo.
-Por…
por supuesto.
-La
última cosa es la recompensa por un agravio. Hay un hombre en tu aldea que me
deshonró. Tú lo conoces, es el viejo ciego que vive en lo alto del acantilado,
en una casa solitaria. Antes que tú, muchos años antes que tú, él también optó
por mi amor. Y me traicionó. Quiero que demuestres que me amas sobre todas las
cosas con este encargo. Por encima de la moral. Por encima del bien y del mal.
-¿Qué
deseas que haga?
-Quiero
que me traigas su corazón.
Entonces
sintió miedo. Miedo de ella. ¿Acaso le pedía de veras que matara
deliberadamente a un hombre? La vio de
nuevo, pero esta vez vio algo más en ella. Algo aterrador.
Entonces,
echó a correr. Quería huir, de ella, del mar, de la idea que corrompía su alma.
Porque la idea de dar muerte a aquel hombre por ella se extendía por su cerebro
como una enfermedad.
Gritó
de frustración, lloró de impotencia, tembló de miedo… y cuando se serenó, ya no
era él mismo. Algo había cambiado en su interior.
Amar
sobre todas las cosas. Por encima del bien y del mal. Por encima de la moral.
Se
encaminó a la casa del viejo ciego.
Entró
con decisión. Estaba ido, como poseído.
El
viejo lo esperaba. Dirigió sus ojos inertes hacia él como si pudiera verlo y
sonrió con desdén.
-Sé
por qué estás aquí. Puedo sentirla. Puedo oler su aroma en tu piel. Y también
sé qué te ha pedido. A mí me pidió lo mismo muchos años atrás.
Él
se quedó sorprendido y recuperó la razón por un momento al oír aquellas
palabras.
-No
pongas esa cara de idiota. Sé lo que te propones. Sé cuáles son sus demandas.
Un objeto amado, un objeto robado… y una vida. Estás a tiempo de huir, de
salvar tu alma. Porque créeme, si vas con ella… no habrá salvación para ti.
Él
dudó.
Estaba
a punto de amanecer y la caminante de las aguas estaba a punto de marcharse
cuando él apareció en la bahía.
Venía
ido, pero calmado. Su mirada estaba vacía y su cara inexpresiva.
En
sus manos ensangrentadas portaba delicadamente un corazón humano.
Entró
en el agua, sin vacilar. Caminó hasta llegar a ella y, con el agua al pecho le
tendió lo que llevaba en las manos. Ella descendió, hundiéndose en el agua
hasta llegar a su nivel y lo tomó de sus manos.
Olió
el miembro amputado, lamió la sangre y ante la mirada inexpresiva del hombre lo
devoró, dejando a la vista una larga hilera de dientes afilados como cuchillas.
-Has
cumplido todas mis demandas. Esta era su carne, su sangre. Tenía su olor, su
esencia en cada fibra. El agravio está compensado. Dime…
Y
lo miró a los ojos. Pero los ojos de ella ya no eran ojos. Eran dos pozos de
negrura insondable.
-..
¿Quieres venir conmigo? ¿Deseas mi amor?
-…
lo deseo…- dijo en un susurro.
Ella
lo rodeó entre sus brazos y lo besó profundamente, mientras lo arrastraba a las
profundidades del mar sin que él opusiera resistencia.
Nunca
más se supo de aquel hombre. Jamás se encontró rastro alguno de él.
Pero
muchos, muchos años después, en aquella misma cala, un hombre solitario, en una
noche de luna llena, vio a una extraña y hermosa joven bailar sobre el agua.
Y
quedó prendado de ella.